jueves, 8 de diciembre de 2011

Laura Pausini


Laura Pausini tenía algo de Andrea, la chica de "Sensación de vivir" que simulaba crisis adolescentes mientras aparentaba 35 años. Había en ella algo tremendamente increíble, todo ese rollo de "estás aquí entre inglés y matemáticas". Teníamos que creer que Pausini estaba acabando el BUP, si no la EGB, y eso resultaba complicado cuando mirabas a tus compañeras de clase y comparabas.

Eso no quiere decir que el producto no funcionara. ¡Vaya si funcionó! Eran esos años locos en los que cualquiera venía, aparecía en "Sorpresa, sorpresa" y vendía un millón de discos. El empalague italiano, el terrible empalague italiano de "Se fue, se fue..." compitiendo con nuestros patrios OBK o Viceversa. ¡Ah, el horror, el horror! Pausini tenía cara de niña buena pero por alguna razón a mí siempre me pareció que tenía cara de madre buena, me era imposible ver en ella a una hija.

Quizá fue ese el secreto de su éxito. Quizá funcionó como hermana mayor de una generación de niñas perdidas en brazos de malotes durante macrofiestas de Nochevieja. ¿Cómo podría yo saber eso? Pausini me era ajena como me era ajeno Ramazzotti o como me fue ajeno Jovanotti cuando intentaron hacer de él otro rompecorazones moñas. El encanto de los Fran Perea, el incomprensible encanto de los Fran Perea, cuento de promoción y serie televisiva, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

No conozco a ningún chico que tuviera ningún interés por Laura Pausini. Que a mí no me dijera nada con ese nombre ya lo dice todo de la situación. Me es imposible saber por qué sufría tanto ni compartir en absoluto ninguno de esos sentimientos dramáticos. El dramatismo femenino, esa gran incógnita. Puede que las chicas piensen que nos gustan las lloronas aunque a ellas los llorones no les gusten ni en pintura. Puede incluso que nos gusten. El equilibrio entre la madre protectora y la hija protegida. Ese complicado equilibrio de la monogamia.

En cualquier caso, Pausini era carne de pagafantas, eso estaba clarísimo desde el principio.

No sé, puede que fuera el final de un lagrimeo histérico, lo siguiente que apareció fue NEK y aquello era otro rollo. "Laura no está, Laura se fue". NEK era un follarín, nada que ver con la voz atormentada de Ramazzotti ni con los problemas metafísicos de Pausini. NEK te decía a la cara que te iba a follar aunque no fueras la mujer de su vida y se pasaba el polvo recordándotelo. Tiziano Ferro pedía perdón pero se ligaba a la presentadora del debate en el vídeo. Incluso Lunapop era un grupo obsesivo, más allá de Vespas facilonas.

Si Italia fuera una sucesión de mimosines, ¿qué cojones haría Berlusconi ganando elección tras elección? ¿Quién quiere imaginarse a Vito Corleone llorando porque le dejó la novia? Italia y su esquizofrenia: Pausini, Corleone, Berlusconi y Siffredi con tintes pop de Pavarotti. Vamos, no me jodas, y la chica esta pretendiendo ser tu mejor amiga mientras tu madre te compra su disco por Navidad. Los 90, esa década plagada de estupidez.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Nada es para siempre


Antena 3 ya tenía "Compañeros" pero le debió de saber a poco y dobló la apuesta con algo un poco más "light", más "petting", una cosa dulzona, incluso cutre por momentos, su rodaje en Coruña, su música de Cómplices. Era una serie ñoña y sin ninguna pretensión más que enseñar chicos monos y chicas monas que se enamoraban y se desenamoraban, sin grandes catástrofes ni dramatismos ni sanciones morales.

Quizá por eso me gustaba, porque se parecía a lo que yo había vivido. Un instituto sin Kimi ni Valle, sin Mariano Alameda ni Elsa Pataky.

Cuando se estrenó la serie yo tenía 22 años y estaba terminando la Universidad. Eso me debería descartar como público objetivo pero todo el mundo sabe que estas series tienen dos clases de espectador en mente: el niño o niña de 12 años que cree ver ahí un futuro prometedor, un futuro en el que eres especial, tienes amigos, ligas y desligas todo lo que quieres... y el universitario veinteañero que recuerda todo aquello que no vivió con la nostalgia propia del que sí hubiera estado ahí.

El último peldaño en la vida de Peter Pan.

Mirado desde la distancia, todo aquello tenía que ser horrible: las actuaciones dejaban que desear, las tramas apenas existían, puede incluso que las chicas no fueran tan guapas... pero había algo de pertenencia ahí. ¿Por qué uno elige pertenecer a "Nada es para siempre" y no a "Al salir de clase"? No puedo explicarlo, simplemente fue así. Lanzo una hipótesis: "Nada es para siempre" era una serie destinada a fracasar, era la pariente pobre de la familia de fenómenos de instituto.

Es normal que ahí me sintiera cómodo. Yo nunca fracasé en el instituto pero porque nunca me lo propuse. Siempre tuve una idea tierna de mí mismo, ahí, en el Ramiro de Maeztu, rodeado de Chicas Langosta. Todo me venía grande y necesitaba una serie a mi medida. Una serie que no esperara nada de mí y a la que no le importara que yo no esperase nada de ella. Una relación perfecta.

Creo que eran los tiempos del Club Megatrix y Desperado Social Club, probablemente el programa juvenil más infravalorado de la historia reciente de la televisión. Aquello era cercano, lo podías tocar. ¿Qué hay ahora en su lugar? Ídolos. Los ídolos lo llenan todo de sombra con su propio crepúsculo. Gritos histéricos y desmayos. Nada con lo que empatizar, nada de lo que sentir nostalgia. Histeria. El instituto del año 2011, el internado del año 2011 es un lugar sórdido y hasta las niñas de 12 años saben que es imposible que nunca llegue a pasarles algo parecido.

Quizá por eso anticipan la frustración llorando al paso de Mario Casas.

martes, 22 de noviembre de 2011

Last dance with Mary Jane



Mary Jane era una mezcla entre Lolita y cualquiera de las vírgenes suicidas de Eugenides. Me gustaba porque era como era, iba de cara y básicamente jugaba con los sentimientos de chicos lánguidos que nunca soñaron siquiera con tener a una chica como ella entre sus brazos.


Take me as I come cause I won´t stay long.

Mary Jane nació en Indiana y no se sabe dónde morirá. Es una chica que deja las camas vacías. Un misterio. He dicho Lolita pero en realidad podría ser Suzanne, es decir, en un momento dado, a los 12 años, se le pondría cara de nínfula, algo más tarde, sería el secreto escondido de la casa de los Lisbon si su madre no hubiera sido otra bala perdida como ella y, ya pasado su esplendor pero intacta su magia, su incomprensible magia que atrae a poetas perdidos, sería Suzanne sentada junto al río. En cualquier caso, hablamos de una chica destinada a joderte la vida, desde el día que la conoces.

Yo fantaseaba con conocer a Mary Jane -después la conocí y no era para tanto- y enamorarme locamente, aunque me destrozara el corazón mil veces. Tenía 16 años y el corazón ya me lo estaban destrozando de todas maneras así que puestos a elegir, como siempre, me quedaba con la estética. De la canción de Tom Petty me gustaba el personaje y me gustaba la decadencia. No sé por qué toda esa canción a mí me suena a decadencia, tiempos pasados y Holly Golightly. Cuatro mujeres en una y vaya mujeres.

Si uno se fija, la decadencia ya estaba incluso en el título: "Last dance with Mary Jane". El atractivo de los últimos bailes. Ser el chico del último baile, es decir, pasar a la historia. ¿A quién no le atrae eso? Eran las mañanas de Cadena 100 con Jose Antonio Abellán. Las mañanas de "Hooked on a feeling" pero sobre todo las de Tom Petty y las de David Bowie dando sus últimos coletazos con "Jump they say". Tiempos inimaginables ahora mismo y de todo esto no han pasado ni 20 años.

En 2030 los chicos hablarán melancólicamente de canciones de Rihanna y Pitbull. Esta es la España que nos deja Zapatero.

Canciones que uno asocia a los desayunos igual que asocia el "Instant Street" de dEUS a las duchas matinales o los recopilatorios de La Cabra Mecánica a la hora de afeitarse. No busquen razones, no todo tiene una razón. Magdalenas de Proust.

Mary Jane me recordaba a familias que huían a ciudades caras en busca de tratamientos milagrosos. Familias que se descomponen desde la óptica del niño pequeño que pierde a su hermano. Mary Jane era la reina de la promoción de autistas, eso era. Intenté escribir sobre todo ello en pretérito imperfecto pero creo que fracasé. He escrito tanto ya que no sabría diferenciar un éxito de un fracaso ni aunque se vistiera como Pau Donés en una convención del PP.

Algo me dice que la combinación Lolita-Lisbon-Suzanne-Golightly da para algo más que este artículo, pero no sé muy bien a qué me refiero. Una muy buena idea muy venida a menos, supongo... I don´t know but I´ve been told... you never slow down, you never grow old...Tengan piedad de mí, yo tenía 16 años y soñaba con amores imposibles, ¡deseaba amores imposibles! ¿Qué me ofreció la vida más tarde? Exactamente lo que yo le había pedido.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

El psicólogo de Bugno


Gianni Bugno rodaba imperial con su jersey tricolor, blanco, rojo y verde, completamente acoplado a la bicicleta. "Parece que no se mueve", decían los comentaristas y era verdad: el fondo iba cambiando, centelleante, pero Bugno apenas movía el tronco, la cabeza, un delicado pedalear como único signo de vida.

Bugno era Federer. Un Federer perdedor, si quieren. Un Federer que tuviera que jugar cada torneo contra Rafa Nadal. Bugno iba a comerse el mundo en 1990, cuando ganó el Giro de Italia siendo líder desde la primera jornada a la última, y fue Induráin y se lo merendó. En medio quedaron varios campeonatos de Italia y algún campeonato del Mundo, etapas en todas las grandes vueltas, varias clásicas, decenas de carreras de una semana y al menos un par de victorias en Alpe D´Huez.

Simplemente, al italiano le tocó nacer en el momento equivocado.

Bugno no se entiende sin Induráin como no se entiende sin Chiapucci. Los tres ocuparon el podium en el primer Tour del navarro y lo ocuparían -cambiando el orden de los italianos- en el segundo. Donde Chiapucci era garra, trampa, vendetta, locura, demarraje sin sentido en el avituallamiento, guerra de guerrillas, mourinhismo... Bugno era clase y cerebro, calculadora y aguante. La capacidad para no descomponerse nunca, incluso cuando se quedaba atrás y parecía que los demás estaban siendo descorteses con él, que lo suyo era ir a ese ritmo y no correr como locos cuesta arriba, con lo que eso cansa.

Por supuesto, a estas alturas se habrán dado cuenta de que yo era un fanático de Bugno. No tanto como para desear que le ganara el Tour a Induráin pero sí como para apostar por él en las porras que siempre perdía. La gran esperanza, el gran sucesor. Dicen que después de perder con Induráin el Tour del 91 y tras la exhibición de Miguel en el Giro del 92, Bugno contrató a un psicólogo para vencer sus complejos y llevarse por delante a su némesis. Aprender a confiar en uno mismo, el eterno problema del niño prodigio, del fuoriclasse a quien devastan las expectativas, incapaz de agradar a nadie y mucho menos agradarse, eso por descontado.

La anécdota del psicólogo de Bugno llegó hasta el punto de que después de una de las exhibiciones contrarreloj de Induráin, puede que fuera en Luxemburgo, puede que fuera en Bergerac, Forges sacó una viñeta memorable en la que un hombre con los pelos erizados y ojos fuera de las órbitas, párpados caídos, fuera de sí, miraba al infinito. "El psicólogo del psicólogo de Bugno", ponía.

Ya ven, él se buscaba un terapeuta y el Gatorade le fichaba a Laurent Fignon. Penélope tejiendo y destejiendo.

Tenía que ser complicado: a Bugno se le quería poco por ser Bugno -aunque los tifosi llenaran las carreteras de Sestrières con sus pintadas: "Bugno, facci sognare; Bugno, facci sognare- y se le despreciaba por no ser Induráin ni ser Chiappucci. Tuvo tres Tours soberbios -1990,91 y 92- y ya lo dio por imposible. Dejó al psicólogo y creo que se divorció, aunque esto último igual me lo estoy inventando. Siguió corriendo hasta 1998, con 34 años. Su última gran ronda fue la Vuelta a España de ese año, la Vuelta del Chava y Olano.

Bugno se dejó ver, elegante y ausente, misterioso, ganó su etapita de veterano y colgó la bicicleta. Su reino no era de este mundo.


miércoles, 9 de noviembre de 2011

La vendedora de rosas


Puede que la influencia viniera de antes de "Kids" o "El odio". Seguro que sí, pero esas dos películas estaban ahí como versión naïf del infierno adolescente, casi infantil. Los problemas de los barrios bajos estadounidenses o de la "banlieue" parisina. Chorradas. Mala conciencia de niños bien. ¿Querían dolor de verdad, querían un retrato de drogadictos, camellos, pistoleros, chabolistas, familias desestructuradas, niños con el pegamento en la nariz hasta caer redondos? Ahí estaba Víctor Gaviria para mostrarlo en lo que forzosamente tenía que ser una recreación, una actuación, pero donde el truco no se veía nunca.

Si esos chicos estaban siguiendo un guion, nada lo hacía pensar así. Lo más impactante de "La vendedora de rosas" debería ser el "making of" de "La vendedora de rosas". No sé si lo hay. Si no lo hay, alguien debería editarlo ya. Medellín. El horror. Algo parecido a un viaje a las tinieblas donde Kurtz no es más que un violador de niñas o un drogadicto de torso desnudo hablando en su jerga.

Gaviria consiguió lo impensable: rodar una película en español con subtítulos en español. Todo el mundo habla tan pasado de rosca que es imposible entender nada más allá de "gonorrea" por aquí y "gonorrea" por allá. Los subtitulos funcionaban como un tiro: era la explicación para las burgueses, la constatación de que tu lugar era ese: el del burgués que no entiende el dialecto y necesita que se lo traduzcan. Aquello no era una consideración, aquello era casi una venganza. Usted no sabe lo que está pasando y aunque lo supiera no lo entendería jamás, salvo que yo se lo deletreara.

"La vendedora de rosas" era algo parecido a una película coral con un personaje que centra las cosas a lo Martín Marco. Una niña en torno a los 12 años que tiene que tirar adelante de su propia familia vendiendo rosas con cara de pena. Una niña que se droga, que la roban, que abusan de ella, que acaba muerta de un disparo en una batalla cualquiera. Aquí no hay un rostro compungido de Chloe Sevigny intuyendo lecciones morales. Aquí hay una guerra. Punto.

Gaviria lo intentó años después con "Sumas y restas", película que, hasta donde yo sé, no se llegó a estrenar en España más allá de un pase de prensa furtivo en el Festival de San Sebastián. La crítica la destrozó. A mí me encantó, para variar. Había en "La vendedora" un punto de lagrimilla socialdemócrata que a veces irritaba. En "Sumas y restas" no. Ahí no estaban los camellitos de la calle con sus inhaladores: allí estaban los señores de los cárteles, los de arriba... Y los de arriba, con su poder, su dinero, sus casazas, sus servicios de protección... estaban tan perdidos como los de abajo y hablaban de la misma manera incomprensible.

Un lenguaje común para el explotador y el explotado. Una película no se entendía sin la otra.

Las distribuidoras prefirieron no verlo así: con una tanda de palos en San Sebastián les valió y no quisieron repetir. Puede que "Sumas y restas" fuera más decadente, pero ahí estaba su encanto. Hay un límite de sufrimiento que podemos aguantar y el límite depende de dónde coloquemos la normalidad. Una muerte es un drama, 200 muertes es una tragedia incomensurable, 200.000 muertos es una cifra sin más. Gaviria quiso poner el acento ahí pero no le dejaron. Tú a tus niños y a tus barrios pobres, no nos mezcles las cosas que nos perdemos sin subtítulos.

Y ahí sigue el hombre, intentando volver a las pantallas... o quizá no, sin intentarlo en absoluto. Nunca lo sabremos. No existe. Uno pasa de gran revelación a gran fracasado de una película a la siguiente. Esos son los tiempos. Esas son las prisas.

jueves, 3 de noviembre de 2011

La tercera vía


Cayó el muro y cayeron las ideologías. Ese fue el eslogan. La realidad iba por otro lado desde hacía tiempo: la socialdemocracia europea, incluso el comunismo occidental, tenía ya poco de marxista y desde luego casi nada de soviético. Un socialismo de OTAN y Comunidad Económica Europea, no nos volvamos locos. Si hubieran mirado a España se habrían dado cuenta pero a España nunca la miran porque siempre está haciendo alguna cosa rara.

Mientras nosotros votábamos al PSOE religiosamente cada cuatro años, el resto del mundo se obcecaba en sus Reagan, Bush, Thatcher, Major, Andreotti, Kohl y esa figura tan extraña que fue Mitterrand, una especie de Metternich del siglo XX.

Así que cuando la derecha -sea eso lo que sea- cayó en el resto del mundo y dio paso a la socialdemocracia, hubo que inventarse un nombrecito para vender el producto. Y el nombre en cuestión fue "tercera vía". En realidad, se trataba de no dar miedo, igual que cuando el PP se empeñaba en decir "no, de centro, nosotros de centro". El partido laborista inglés quiso reinventarse y apareció Tony Blair con su sonrisa, sus orejas de soplillo y su juventud arrolladora, hoy perdida entre multimillonarias conferencias y consejos de administración. Blair era el Felipe de 1997. El hombre del cambio tranquilo tras casi dos décadas de gobiernos conservadores.

Mientras la derecha británica se descomponía en mil batallas internas, Blair se limitaba a tranquilizar a todo el mundo, "calmar los mercados", que lo llamarían ahora. "Somos la tercera vía", dijo, y se quedó tan ancho, como si aquello del punto medio entre el liberalismo salvaje y el comunismo dictatorial no hubiera existido nunca antes. Como si la socialdemocracia europea no consistiera precisamente en eso. Junto a Blair, salió una nueva generación de progresistas como setas: Jospin, en Francia, Schroeder en Alemania, Prodi en Italia... Borrell lo intentó en España pero acabó sucumbiendo al aparato del partido, como buen político español.

Aquello de la "tercera vía" se expandió con tanto éxito que incluso Clinton y sus demócratas se quisieron unir a la fiesta mientras bailaban "La macarena". Quizá se tomaron a sí mismos muy en serio. Jospin el que menos, por eso duró tan poco. Blair y Schroeder intentaban no molestar a nadie y si había que hacerse fotos con la Reina Madre y besarle la mano, adelante, lo que fuera. Un hombre que pasará a la historia por acuñar la frase "la princesa del pueblo" antes de que Jorge Javier Vázquez se la aplicara a Belén Esteban.

El papel de la tercera vía fue un papel muy soso porque no había nada que hacer. Todo estaba atado y bien atado. Se limitaron a discursos más o menos vacíos, alianzas peligrosas, algún agit-prop desganado... y a continuar las medidas neoliberales de sus antecesores, las mismas que nos tienen ahora donde nos tienen. Clinton cayó el primero, o más bien cayó Al Gore, que se pasó a la meditación, la ecología y las charlas a cien mil euros la sesión. Después fue Jospin, que nunca acabó de enterarse de la historia. Prodi, a la italiana, decidió aparecer, reaparecer, transformarse y acumular dimisiones compulsivamente. Schroeder y Blair se quedaron casi hasta el final, justo cuando el barco se empezaba a hundir.

El alemán se comió el primer marrón de las reformas impopulares y le dijo a Merkel "tú te encargas del resto", el inglés ni eso: se echó a un lado, le pasó a Gordon Brown el "tú la llevas" y se dedicó al retiro dorado apenas pasados los 50 años. Entonces la derecha arrasó en todo el continente: Cameron, Berlusconi, Sarkozy, la propia Merkel, los gemelos polacos... En España, como siempre, diez años a destiempo, Zapatero ganaba sus segundas elecciones.

miércoles, 26 de octubre de 2011

The Verve- Bittersweet Symphony


Dos ideas brillantes y el mejor momento posible. La primera, por supuesto, el sample de "The last time" de los Rolling Stones, esas cinco notas repetidas hasta la obsesión por una orquesta, machaconamente, sin que puedas deshacerte de ellas en ningún momento, solo es pensar en la canción, en que vas a tener que escribir sobre la canción y ya están las notas ahí, persiguiéndote. Prueben ustedes. Silben algo ahora mismo, a ver qué les sale.

La segunda idea brillante: el vídeo. Richard Ashcroft, con su aire de chico malo del brit pop, se coloca en la marca frente al semáforo y arranca lo que pretende ser un plano secuencia de casi cinco minutos, andando siempre de frente, esquivando y chocando, un kamikaze urbano, un hombre que va recto hacia no se sabe dónde, la firmeza, la estética, antes que cualquier otra cosa. El sentido por encima de la dirección. Aquí estamos, entretennos.

Y luego está el momento, claro. 1997. Las guerras del "brit pop" entre Oasis y Blur ya han aburrido a todo el mundo. Ellos están madurando y destrozando hoteles y los demás nos hemos quedado un poco huérfanos de nuestra ración de desencanto. Ahí entra The Verve: "It´s a bittersweet symphony, that´s life...", que es un topicazo como una casa pero no deja de ser efectivo, sobre todo cuando ves a la sinfonía en movimiento, andando impertérrita hacia ti, cantando compulsivamente: "No change, I can´t change, I can´t change, I can´t change...", que es algo que un adolescente siempre querrá oír porque de alguna manera le legitima.

Ashcroft supo contactar con la generación de veinteañeros-treintañeros a los que el sentido común les venía un poco grande. Los peter panes. Toda esta generación de los 70 es una generación de peter panes, esto es así. La realidad te pide que cambies y tú buscas una excusa y si esa excusa es un estribillo, mucho mejor, por supuesto. Era la única canción que le gustaba a mis amigos siniestros y tiene su lógica: aquello era mucho más que la banda sonora de una tribu urbana, era la banda sonora de cualquier tribu urbana, casi por definición.

Digan lo que digan los demás.

También tenía su parte mala, por supuesto. En mi caso, por ejemplo, 20 años cumplidos aquella misma primavera, primer viaje "de novios", precisamente a Londres, donde la canción -y el "OK Computer" de Radiohead- estaba hasta en la sopa, la idea de cambiar de grupo me daba una pereza enorme. Mis gustos eran mis gustos eran mis gustos. Que el segundo single de aquel disco se llamara "Drugs don´t work" no ayudó nada. Y no sé si pretendía ser irónico o moralista. Autocompasivo o autodestructivo. Simplemente es un título de bajón y uno no va por la acera estampando ancianitas y skinheads contra las paredes para acabar melancólico en un "chill-out" meditando sobre tu extraña relación con la heroína.

Eso lo puede hacer Nacho Vegas, pero Nacho Vegas nunca se pondría una cazadora de cuero.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Las futbolecciones de Jorge Valdano


Siempre ha habido algo extraño en la relación entre Jorge Valdano y el fútbol como deporte a la antigua: aquellos estadios de Las Gaunas, Atocha, Carlos Tartiere... el barro manchando las medias y las camisetas de los jugadores y el argentino impertérrito gritando en la banda "toque, toque, toque" con Ángel Cappa al lado mesándose el bigote. El lugar natural de Valdano, delantero centro de choque y remate en su momento, parecía más bien la cátedra. Se sentía cómodo. Se le daba bien.

Atizarle ahora a Valdano parece fácil porque se ha convertido en el antihéroe dentro de la narrativa del antihéroe, es decir, una némesis al cuadrado. Sin embargo, en 1994, Valdano era un hombre de un prestigio enorme: no solo había salvado al Tenerife del descenso en su primer año sino que le había llevado a Europa el año posterior y se había defendido muy bien en la UEFA para ser un equipo que aparecía poco menos que de la nada.

Un año después, ganaría la liga cómodamente con el Madrid rompiendo cuatro años de dominio barcelonista, 5-0 incluido. Era el rey del mundo.

Sin embargo, incluso entonces había un punto de distancia infinita entre la realidad y Valdano. El fútbol entendido como plan quinquenal: su empeño en apartar a Zamorano y a Amavisca del equipo hasta que se dio cuenta de que el equipo no era nada sin Zamorano ni Amavisca. Valdano, como decía Manuel Jabois en aquel memorable artículo sobre Xavi y el Barcelona actual, no solo necesitaba ganar sino necesitaba poder explicártelo. Sin narrativa no había triunfo real.

En ese sentido, su apogeo llegó en el verano del Mundial de Estados Unidos. Un equipo de TVE se desplazó a Tenerife a grabar unas sesiones de entrenamiento con juveniles de Valdano y Cappa. En un ataque de modestia lo llamaron "futbolecciones". La verdad es que aquello era la hostia, más que nada porque los mini-reportajes de cinco o diez minutos te llegaban en medio de un Bolivia-Corea del Sur con siete medio centros defensivos y te parecía que te habías equivocado de canal.

Clemente en el banquillo y Valdano en la televisión. El orden de las cosas.

Recuerdo algunas de aquellas "futbolecciones" con cariño y creo que coincidía en todas ellas: la ubicación del delantero, el achique de espacios, el concepto del toque y el equipo como "once jugadores y no diez jugadores y un portero". Cada frase tenía la contundencia de cualquier frase pronunciada por un argentino y su estética. Todo en Valdano es estética hasta sus últimas consecuencias. De ahí, probablemente, que al primer fracaso se borrara del mapa táctico.

Alguien debería recuperar esos reportajes, esos "toco y me voy" de cinco minutos. Aunque solo sea para poder leer los cientos de mensajes de la yihad mourinhista al respecto. Toque, toque y toque. Por lo que veo no están ni en YouTube. Qué desprecio a la belleza, a la nostalgia, a mi hermano y yo borrachos en Villalba pasándonos una lata de Coca-Cola con los pies imitando acento porteño.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Amo tu cama rica


Madrid después de los 80. La nueva ola de la nueva ola. La nueva resaca, más bien. Pedazos de realidad y hombreras desperdigadas por la calle. Historias de amor confuso en bares donde la decadencia ya era un hecho, donde la diversión se había convertido en un hablar pastoso y una delgadez preocupante. Ariadna Gil. La bellísima Ariadna Gil con ese gesto post-adolescente de disgusto permanente, sonrisa  forzada, invitación a un coqueteo que ella no va a empezar, pero quizás tú, si tienes suerte...

Ánimo, valiente.

El valiente era Pere Ponce. En los últimos años se ha dedicado a hacer de cura, pero a principios de los 90, Ponce simbolizaba al nuevo seductor, es decir, a Peter Pan. Ponce viviendo con su familia, conquistando mujeres con chistes espantosos pero cándidos y bajando los ojos para seducir a Gil o a Penélope Cruz cuando Penélope Cruz recién salía de Alcobendas.

Había motivos para identificarse con Ponce igual que había motivos para identificarse con Gabino Diego, aunque yo siempre vi en el humor de Gabino Diego una cierta incomodidad, como si no pudiera quitarse de encima el papel de hijo y nieto de Galvanes, y tuviera que recurrir a la sobreactuación. En Ponce incluso la sobreactuación, cuando llegaba, era enternecedora. Un osito de peluche. Eso era Pere Ponce en la disipada vida de Ariadna Gil, escenas de cama con hermano y desayuno familiar.

La torpeza de Ponce. La fingida torpeza de Ponce. Siempre me han encantado los torpes que no saben que  no son torpes, probablemente porque ese sea mi caso. Gente que no controla su poder, simplemente, y acepta la derrota y luego cuando gana, ¿qué puede hacer? No acudir a citas, entrar en pánico, vagar por discotecas... Martínez-Lázaro y su visión del amor juguetón, de debajo de las sábanas. Un amor romántico, sin duda, de soñadores, y por la misma razón, un amor cruel al borde de lo kamikaze.

"El columpio", por ejemplo. Hay una línea que se puede seguir perfectamente en el cine romántico español de principios de los 90, un cine excelente que por alguna razón desapareció en cuanto desaparecieron Gabino Diego, Pere Ponce y Jorge Sanz y murió el nunca suficientemente valorado Cassen. Ellas supieron cambiar de registro. Ellos, no; tuvieron que recurrir a monólogos, sotanas y series narrando su autodestrucción.

Volvamos a la línea romántica de los 90: en 1991, Martínez-Lázaro estrena "Amo tu cama rica" descubriendo a Ariadna Gil y a Pere Ponce. En 1992, Álvaro Fernández Armero rueda "El Columpio", excepcional cortometraje con la propia Ariadna Gil y el sorprendente Coque Malla, hasta entonces cantante de Los Ronaldos, macarra reconvertido en niño bueno y tímido que no sabe expresar sus sentimientos. En 1994, la eclosión: Martínez-Lázaro rueda "Los peores años de nuestra vida" uniendo a Gil con Gabino Diego y Jorge Sanz, un menage-a-trois delicioso, Armero dirige a Coque Malla y Penélope Cruz en "Todo es mentira" y Colomo rescata a Cruz para unirla a Ponce en "Alegre ma non troppo".

Y tras la eclosión, el silencio. O algo peor que el silencio, algo parecido a Juanjo Puigcorbé o Aitana Sánchez-Gijón.

Se rompió la narrativa adolescente. De golpe. Como si Madrid solo pudiera seguir entendiéndose en clave ochentera, en clave "Opera Prima", aunque fuera en sus estertores. Era fácil narrar la historia de esas flores temblorosas entre el horror del reflujo, pero cuando esas flores ya empezaron a marchitarse no hubo manera de crear un relato propio. El otro día lo hablaba con unos amigos: no hay un relato propio de los 90. No hay una narrativa. Quizá pueda haberla en Barcelona, no lo dudo, desde luego en Valencia, una narrativa de polígonos, discotecas de hormigón y fiestas rave en los aparcamientos. Pero lo más cercano a una narrativa sólida del Madrid de los 90 fue lo que hizo José Ángel Mañas: cinismo, desesperación, nihilismo y tontería, mucha tontería.

Incluso Ray Loriga parecía avergonzado de tener que vivir en la década estúpida.

"Amo tu cama rica" era la última sonrisa de los tiempos de Colomo, Trueba y compañía... la risa tonta que se queda después de una noche de borrachera a punto de terminarse. El canto de cisne de Peter Pan. Las películas de Martínez-Lázaro, las de Fernández-Armero nos ayudaban a pasar el trago, esas horas incómodas desde que te echan del bar a patadas hasta que amanece por fin y abren el metro para volver a casa. Volver a casa. En los 80, solo mencionar esta frase provocaba un ataque de angustia. En los 90, tengo la sensación, empezó a ocurrir todo lo contrario: por lo menos ahí, en principio, nadie podía hacerte daño.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Thomas Muster


Thomas Muster era mourinhismo puro. Mourinho antes de Mourinho. Mourinho en los tiempos de Capello. El hombre que encontraba a su rival  mirando el cuadro de un torneo con mimo y le decía "no pierdas el tiempo, no vas a pasar del primer partido". Muster era ante todo un tipo duro. Sin ser un tipo duro no se hubiera recuperado de un atropello que casi le cuesta la carrera ni se hubiera especializado en la superficie más agotadora físicamente: la tierra batida.

Supongo que Muster seguiría los habituales protocolos de cortesía pero era la clase de tipo al que no te imaginabas pidiendo perdón por tocar la red o darle a la pelota con el marco de la raqueta. Uno de esos jugadores que si perdía un partido podía dedicarse a meter el dedo en el ojo del contrario, el juez de línea y algún recogepelotas despistado.

Thomas Muster. Tiene nombre de testimonio de "La hora chanante".

Un repaso a su carrera: Muster fue un jugador competitivo desde 1986 a 1998, fechas de su  primera y su última final en el torneo. Doce años de finales son muchos años, mucho correr y deslizar, mucho puño elevado, mirada desafiante, bola imposible a la izquierda, bola imposible a la derecha. Muchos años de gimnasio y construcción de un mito. El indestructible Muster. Había veces que daba miedo y veces que directamente mejor dedicarse a otra cosa: 1995, por ejemplo, cuando arrasó en el circuito de tierra con una superioridad que nadie había demostrado desde Vilas y nadie demostraría hasta Rafa Nadal.

Mi recuerdo de Muster es el de sus enfrentamientos con Bruguera, el desgarbado Bruguera. Aquel hombretón nórdico, rubio casi calvo, brazos y piernas henchidas, mirada agresiva y mandíbula prieta frente al siempre desganado catalán, pensando en la próxima partida de póker. La fuerza contra el talento. Por supuesto, yo iba con Sergi, siempre he ido con Sergi, y como buen adolescente patriotero detestaba a Muster, su arrogancia, su manera de tratar al contrario como si fuera un sparring y aquello en vez de Roland Garros fuera Zaire.

Aquel 1995, como decía, fue mágico. No solo por ganar Roland Garros, sino porque además cayeron otros once títulos que sumar a los diez de 1993-94 y los siete de 1996. Todo ello le llevó al número uno del mundo, una auténtica excentricidad en los tiempos de Sampras y Agassi. No duró mucho: apenas seis semanas en dos breves reinados entre febrero y abril de 1996.  En mayo llegaría Kafelnikov, otro gran ludópata y le quitaría Roland Garros para acabar con una época. Kafelnikov tenía ese aire a Raikkonen, un tipo que te ganaba un Grand Slam y luego lo celebraba con vodka y putas en el yate.

Muster, no. Uno se imagina las celebraciones de Muster como las de Rocky Balboa, subiendo y bajando escaleras, y besando a su mujer, embelesada y arrebatada ante la gloria de EL HOMBRE.

En fin, Muster se retiró, pasó muchos años muy tranquilo, probó con el circuito de veteranos, que es la jubilación dorada de los grandes y cuando se cansó de tanta condescendencia volvió a llamar a Apolo y se fue a los Alpes a entrenar, preparar cada rueda de prensa y disputar un challenger tras otro a sus 40 años sin importarle perder semana sí y semana también. Él es Thomas Muster, ¿qué querían?, ¿otro llorica lamentándose? Eso déjenlo para el próximo libro de salmos de Michael Chang.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Smashing Pumpkins- Thru the eyes of Ruby



Me grababa cintas, como hacíamos todos. Algunas eran preciosas, verdaderas joyas que mezclaban bandas sonoras de Quentin Tarantino con grandes éxitos del rock-punk. Había una que empalmaba "Shimmer like a girl" de Veruca Salt con "Father to a sister in thought", de Pavement y culminaba en "Thru the eyes of Ruby", de Smashing Pumpkins. Me tumbaba en el sofá del salón y me ponía el walkman mientras intentaba relajarme e imaginaba relaciones imposibles.

Mi amor por la inocencia probablemente me viniera de antes de esa canción pero desde luego esa canción no ayudó a que desapareciera. La inocencia y la juventud. Complejo de Peter Pan: "Your strength is my weakness, your weakness, my hate... My love for you just can´t explain why are we forever frozen, forever beautiful, forever lost inside ourselves". He estado a punto de escribir que esa gente sabía a quién le cantaba, que parecía que te estaba cantando directamente a ti, pero eso es una chorrada... cualquier adolescente, de cualquier generación, piensa que las canciones están compuestas pensando en él.

Mi relación con los Smashing Pumpkins fue problemática. Nunca fui un gran fan. Nunca les vi en directo, como sí vi a Hole, Pavement, Veruca Salt, Elastica, Suede, Blur, Oasis, Manic Street Preachers, etc. Jamás les mencionaría entre los grupos que me influyeron cuando estaba en el instituto o empezaba la universidad... pero de repente, si me pongo a pensarlo, es absurdo negar que hubo demasiadas canciones importantes en mi vida justo en ese período de 1992 a 1995.

Empecemos por "Soma", canción autocompasiva donde las haya, de las de cortarse las venas... pero preciosa. "I´m all by myself, as I´ve always been", de ahí pasemos al resto del "Siamese Dream" ,con  "Cherub Rock" a la cabeza, que era la que le gustaba a los chicos de COU cuando yo estaba en tercero de BUP y siguiendo con el "Today", que era la canción optimista de la época y que prometía un montón de cosas que no llegaron jamás.

Había algo grandilocuente en los Smashing Pumpkins, algo de "big band" en una época de depresiones intimistas. Recuerdo un capítulo de Los Simpsons en el que salían como grandes representantes del sonido "Lollapaloozza". Ellos les daban las gracias a Homer por su entrega en el trabajo como hombre bala y Homer les daba las gracias a ellos por presentar a sus hijos un futuro sin expectativas. Ese era nuestro futuro.

Me cuesta escuchar ahora "Bullet with butterfly wings" y pensar que entonces no sintiera la tensión de esos cuatro minutos, dieciocho segundos. Una tensión que está en el bajo y el ritmo de la batería y en la voz de Corgan y en cada línea de la letra. La tensión de la rabia y el fracaso. Una tensión muy 15-M, si se piensa. Quizás el problema es que ahora soy más adolescente de lo que lo era entonces, aunque solo sea por mi manía de llevar la contraria. Cada frase es un estribillo, es un eslogan. "Despite all my rage, I am still just a rat in a cage", "Tell me I´m the chosen one, tell me there´s no other one...".

Crecimos con eso, los publicistas de Levi´s y de Orange crecieron con eso, y quince años después seguimos engañándonos a nosotros mismos pensando que era verdad.

En fin, rabia aparte, mi canción favorita de los Smashing -todo el mundo los llamaba así: "Los Smashing" y a mí me ponía de los nervios esa supuesta complicidad- es la de la inocencia y el amor que le mantiene a uno eternamente joven. Chorradas como pianos. Alguien dijo de mí una vez que tenía síndrome de Stendhal con las mujeres. Una chica, no recuerdo cuál, hiló más fino: "Tú sigues cumpliendo años, pero ellas siempre tienen 21", una regla que se cumple hasta el absurdo.

Yo me negué durante años a asumir que "Mellon Collie and the Infinite Sadness" era uno de los grandes discos de los 90, a pesar de su pretenciosidad de disco doble y 25-30 canciones, pero dos décadas después he de reconocerlo: es un disco impresionante: "1979", "Tonight, tonight", "Zero"... les compro casi cualquiera que me quieran vender. No sé qué ha sido de ellos después de aquello. Sería incapaz de citar una sola canción o un solo disco de Corgan y los suyos posterior a 1995.

El pasado es lo que tiene, que uno lo rehace y lo transforma a su antojo y si lo quiere dejar en una estantería cogiendo polvo, lo deja. No hay criterios para la melancolía ni la infinita tristeza.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Los davidianos de Waco


No recordaba mucho de aquello. Algunas nociones vagas del término "davidianos", la seguridad de que sucedió en Waco y que un tipo que se llamaba "David Algo" era el líder de todo aquel despropósito. También sabía que todo había acabado con decenas de muertos en medio de una torpeza infinita, pero me faltaban demasiados detalles, así que, por una vez, recurrí a la Wikipedia para refrescar la memoria.

El artículo es muy curioso. Explica toda la génesis de los "davidianos" y su división dentro del adventismo con lujo de detalles pero solo dedica unas líneas a David Koresh y lo que allí se llama "el suceso con el FBI". La legitimidad que se da a todos los actos de Koresh y sus fieles resulta incluso insultante y particularmente absurda al combinarla con un respeto absoluto por la tarea del FBI, es decir, viene a dejar a los davidianos como buena gente de Texas con sus pequeñas cosas y al FBI, como un grupo de policías que pasaban por ahí, quizás algo confundidos.

Los 80 muertos de en medio, son eso, un suceso.

En cualquier caso me ha servido para recordar cosas. David Koresh, por ejemplo, me remitía a Charles Manson, aunque solo fuera por el empeño de la televisión en asociar ambas fotografías. El cerco fue abriendo telediarios y telediarios hasta que ya se convirtió en rutina. En ese momento, el FBI decidió quemarlo todo, una de esas medidas que los gobiernos toman cuando se hartan y tiran por la calle del medio sin importarles nada, más o menos como llenar un teatro ruso de gas letal y esperar que vayan cayendo todos: los secuestradores y los secuestrados.

El rancho de Waco era una fortaleza armada, según todos los indicios. Si no fuera una fortaleza armada, amigos wikipédicos, obviamente no hubiera resistido 51 días de asedio. De hecho, desde la distancia, me resulta imposible entender cómo demonios consiguieron estar dos meses rodeados de policías y militares y que a nadie se le ocurriera una salida mejor que dejar arder a hombres, mujeres y niños. Insisto, Bill Clinton era un tipo muy majo pero los años de su mandato fueron una sucesión de despropósitos que no tienen nada que envidiar a los de su sucesor.

Como diría Boyero, al tonto le siguió el malo, o si se quiere, Waco se globalizó, cosa cuya responsabilidad no fue solo de los americanos, desde luego. Para que haya una respuesta desmedida hace falta primero un psicópata que la provoque y a partir del primer psicópata, la veda queda abierta.

Se dice que David Koresh y sus seguidores se suicidaron en masa cuando vieron que el FBI quemaba el rancho. Resulta complicado de creer y más bien parece una de esas salidas que la opinión pública se da a sí misma para sentirse mejor. Es posible que alguno se suicidara, sin duda, al fin y al cabo, si estaban ahí era porque creían que el apocalipsis iba a llegarrrr, pero el humo de un incendio suele aturdir y matar mucho antes de que uno tome una decisión sensata respecto a nada.

Waco no se recuerda demasiado y es extraño. No sé si es bueno o es malo. En realidad, no sé qué demonios pasó allí ni cómo se podría haber hecho mejor. Lo que me cuesta mucho pensar es cómo se podría haber hecho peor, desde luego. Estados Unidos es un país admirable en muchos aspectos pero ha exportado su manía de no saber lidiar con los problemas. No tienen demasiados pero los que tienen los resuelven con una torpeza de elefante, lo que lleva a grandes equívocos.

No es un país de locos asesinos en serie, todo lo contrario, es un país lleno de gente amable a más no poder. En ningún sitio me he sentido tan bien atendido como allí, esa mezcla de hipocresía y buen talante natural que hace que uno se sienta en casa todo el rato y con cierta sensación de seguridad. El problema es qué hacer con el resto, con los no adaptados. Es un problema global y que no solucionamos: ¿Qué hacemos con los problemas, con la gente que nos da problemas? Los ignoramos, los ocultamos o los quemamos. Quizá no haya más opciones, puede ser, pero el margen de mejora al respecto digamos que es bastante grande.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Night on earth


El mundo del taxi siempre ha sido un enorme granero de historias costumbristas, generalmente absurdas, tristes o violentas, antes y después de Robert de Niro. A principios de los 90, en España tuvimos "Taxi", con la inquietante Ingrid Rubio, y el resto del mundo tuvo "Night on earth", el relato de una misma noche desde cinco taxis en cinco ciudades distintas: Nueva York, Los Angeles, París, Roma y Helsinki. Animado por el éxito de estas dos películas, Antena 3 llamó a El Fary y le propuso hacer "Menudo es mi padre", serie antológica donde "el método farisnaski" se consagró para siempre, vean, si no, este ejemplo.

Volvamos a la realidad: "Night on earth" ("Noche en la tierra") era una película tierna y divertida, es decir, era una película triste pero no tristona, espero que se capte el matiz. Igual que no es lo mismo ser gracioso que ser un bufón, tampoco es lo mismo llorar que ir de llorón por la vida. Las cinco historias eran en aparencia distintas entre sí: en Los Angeles, la frágil Wynona Ryder, en el esplendor de su carrera, hacía de diminuta conductora mientras mascaba chicle y rechazaba ofertas de Hollywood. Tengo dificultad para aprenderme diálogos o frases de películas, pero no puedo olvidar el gesto de Wynona en plano frontal, con la directora de casting detrás, mientras decía, medio resignada, aquello de "Like Pop-eye said: I am what I am".

Lo que a mí me recordaba a Eddie Brickel, pero eso sería perderse demasiado.

La fragilidad de Ryder daba paso a la fragilidad del inmigrante de Alemania Oriental perdido en las calles de Nueva York, viendo discutir a una pareja -formidable Rosie Perez, una actriz que desapareció con la década- mientras sonreía e intentaba acelerar sin saber cómo demonios se conducía un coche americano, con sus letras, sus marchas, su universo propio. El inmigrante no se quejaba, al revés, estaba contento. Mejor Nueva York con sus calles en forma de crucigrama que Berlín Este, dónde va a parar... pero la soledad estaba ahí, detrás de cada sonrisa, de cada propina. Un hombre en una gran ciudad, un Holden Caulfield en la cuarentena arrastrando las erres.

En Europa, seguía el intimismo irónico: curiosamente el personaje más fuerte de todos es el de la ciega que se monta en el taxi de París. El recuerdo que tengo de esa chica es la de alguien que no admite bromas ni burlas. Alguien que no se rinde. El enorme conductor de Costa de Marfil había sido capaz de echar a dos ricachones borrachos pero ni siquiera se atrevía a molestar a la chica ciega que volvía a casa. Las reflexiones, como suele pasar con lo francés, en general, estaban un poco por debajo de los personajes, pero aquello funcionaba y era una especie de transición necesaria para llegar al absurdo absoluto que era Roberto Benigni en Roma.

Puede que Benigni fuera conocido entonces. Sin duda lo era, pero yo tenía 15 años, así que para mi suponía una novedad absoluta. Benigni recogía a un sacerdote en la parte vieja de Roma y lo llevaba por callejuelas estrechas, llenas de piedrecitas, dando vueltas y vueltas sin un destino claro: su conducción era como su propio lenguaje, un continuo frenesí de anécdotas sexuales a modo de confesión para no escandalizar a nadie. No solo Benigni estaba maravilloso -hablamos de 1992, seis años antes de la explosión de "La vida es bella"- sino que el recurso de guion funcionaba: un malvado anticlerical buscando avergonzar al sacerdote hubiera dejado abierto el camino para la reprimenda moral, sin embargo, Benigni lo único que busca desde el principio es el perdón, la absolución de sus pecados, y es precisamente la enumeración verborreica de todos y cada uno de ellos lo que provoca la carcajada en el espectador y el infarto en el pasajero.

Benigni sabía manejarse en el caos absurdo, probablemente nunca debió salir de ahí.

Roma era el punto alto de la película, no vamos a negarlo. Aquellos quince minutos delirantes de risas y ovejas dejaban al espectador a punto de caramelo, listo para el palo final... y el palo final era de traca: Helsinki, invierno, decenas de grados bajo cero. Un conductor hierático y una pareja de borrachos melancólicos. A uno le han echado de su trabajo. No tiene con qué mantener a su familia. Bebe como se bebe en los países del norte, por una cuestión de supervivencia. Está solo. Él está solo y su amigo está solo y el taxista está solo. Sin perspectivas de mejora.

Lo magistral de la película era la facilidad con la que la idea principal se colaba por cada relato sin necesidad de sermones: el taxi, vehículo ideal para la comunicación, copado por gente incapaz de comunicarse, gente solitaria, frágil, melancólica... lo que hacía que el espectador deseara que esos personajes nunca salieran de ahí, que no abrieran la puerta y se lanzaran al frío porque el frío iba a poder con ellos. El viaje en taxi como una tregua dentro de la batalla diaria. Como refugio nuclear. El viaje en taxi como una película que habla de viajes en taxi. El pasajero del coche como el espectador en el cine, temeroso de salir ahí afuera, al día a día, dios mío, dia a día.

El espectador frágil, solitario y melancólico teniendo que enfrentarse a las expectativas desbordadas de un país, ya por entonces, al borde del colapso. Riéndose, sí, pero sin saber muy bien por qué.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Mónica Lewinsky


El término legal era "impeachment", el de la calle era "linchamiento". Los congresistas y los medios conservadores de Estados Unidos se lanzaron como una masa enfurecida, con sus antorchas y sus tridentes, dispuestos a llevarse por delante a Bill Clinton y su moral libertina. El escándalo venía aderezado con varias figuras de melodrama: la mujer engañada que sale a la palestra para perdonar a su marido, la becaria joven impresionada por la enorme figura presidencial y el Gran Jurado, dispuesto a lo que hiciera falta para que la ley se cumpliera hasta el absurdo.

Clinton utilizaba el Despacho Oval para que su becaria le chupara la polla. Esto es así y es el único resumen posible. Luego la narrativa se desvió hacia otros lugares más literarios: ¿tenía trato de favor esa becaria?, ¿es legítimo que un presidente tenga relaciones íntimas con alguien cuyo trabajo depende de él?, ¿puede mentir un presidente y negar ante un juez que ha tenido relaciones sexuales con alguien cuando sí las ha tenido?

De todo esto, lo único mínimamente debatible es el punto dos: todos detestamos el abuso de poder y la misma idea de que ese abuso se produzca debajo de una mesa mientras se arregla (o se estropea) el mundo nos remite a películas y caricaturas que resultan muy desagradables. Pero el problema de Clinton nunca fue el punto dos sino los puntos uno y tres, particularmente el tres. ¿Qué recibía Lewinsky a cambio de sus felaciones?, y, sobre todo, ¿por qué mintió ante el juez?

Algo tan obvio como "estaba intentando salvar mi matrimonio y limpiar mi imagen pública" no cabía en el ordenamiento legal. Tardaron años pero lo consiguieron: Lewinsky se subió al estrado y habló de puros y manchas de semen, pruebas de ADN y policía científica. Era una locura pero a la vez era verdad. No habló de abusos ni de fuerza alguna sino de hechos: su semen en mi chaqueta, aquí lo tienen, investiguen.

Y, en fin, lo que Dios unió lo tuvo que separar la semántica: si Clinton había tenido relaciones sexuales con Lewinsky era un mentiroso. Algo peor, había cometido perjurio. El perjurio a su vez permitía al Congreso iniciar el famoso proceso de "impeachment" que anteriormente solo se había utilizado contra Richard Nixon y que no se llegó a terminar pues el propio Nixon dimitió. Las acusaciones de Lewinsky dejaban claro que no sólo hubo sexo sino que lo hubo varias veces.

Desolado, rodeado de su familia y aún más sonrojado que de costumbre, Clinton se limitó a decir "tuvimos sexo oral" y se quedó tan ancho. ¿El sexo oral no es una relación sexual? No. Cuando el juez le había preguntado si habían tenido relaciones sexuales él dijo que no y según él era verdad: lo único que había hecho es chupársela, punto.

Después de unos tres años de investigaciones, portadas, seriales de televisión y el vídeo mil veces repetido de Clinton bañándose en masas y reconociendo entre la multitud a su querida becaria, la cosa acababa como había empezado: en nada. Eso en lo que respecta a la Presidencia de los Estados Unidos. En lo que respecta al resto del mundo, todos nos quedamos con la sensación de que éramos considerablemente más estúpidos que tres años antes y que, probablemente, nos había tocado vivir la década más estúpida del siglo. Quizá no la más malvada ni la más cruel, pero con diferencia la más disparatada.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Chiquito de la Calzada


El problema siempre lo hemos tenido los no graciosos. En la autobiografía de Amis se habla de los hombres no atractivos y las mujeres atractivas, la absoluta devoción de los primeros por las segundas y el lógico desprecio de las segundas por los primeros. Ser un hombre sin atractivo, más allá de los rasgos faciales, depende básicamente del sentido del humor, de la capacidad para hacer reír y conseguir que la otra persona se sienta cómoda a tu lado.

Chiquito de la Calzada se convirtió en el lugar común de los chicos sosos. Nosotros, compañeros de estigma. Si llegaba una fiesta de Nochevieja o una borrachera en Malasaña, ya sabíamos qué hacer: retorcernos, suspirar a gritos, modular los tonos de voz y repetir incesantemente "fistro", "cobarde", "torpedo" y ese largo etcétera que, en lugar de acercarnos a la chica, nos alejaba aún más, porque las chicas -y desde luego las atractivas- sabían perfectamente que alguien que de verdad era gracioso no necesitaba imitar incesantemente a una caricatura que ni siquiera era su propia caricatura.

Eso no quiere decir que Chiquito de la Calzada no sirviera para nada: nosotros al menos nos sentíamos importantes cuando nos empalagábamos con el tópico. ¿Qué quieren que le haga? Yo tenía 17 años... Además, los imitadores, casi siempre, y no hace falta recurrir a Florentino Fernández, un hombre que, probablemente, hace 15 años no resultara precisamente atractivo en su vida privada, estaban por encima del original. El gran éxito de Chiquito fue convertir a los demás en sus clones. Ni tenía gracia en sus chistes ni tenía un especial sentido del humor en las entrevistas.

Mi recuerdo de aquel tipo malagueño es el de alguien con una falsa sonrisa en la boca y dispuesto a rajar de casi toda la humanidad metiendo coletillas del tipo "la gloria de mi madre". Eso, entre rodaje y rodaje.

Chiquito representaba de alguna manera la España de los 90: el vacío. Entre los intensos 80 y las revoluciones por venir, nosotros estábamos ahí en medio, esperando cualquier cosa, abrazándonos a toda tendencia absurda, entre rancia y postmoderna. Tiempos de Cañita Brava y El Semáforo. El año clave fue 1993. En aquellas famosas fiestas de San Mateo creo que pasaba 10 de cada 12 horas imitando incoherencias. Las dos restante, o me emborrachaba o dormía.

Seguir haciendo lo mismo en la Nochevieja de 1994 era ridículo, pero, ya lo he dicho: los tipos sin gracia nos agarramos a cualquier cosa que por lo menos dé la impresión de que nos estamos divirtiendo. Fue un desastre de Nochevieja y culpar a Chiquito de eso sería muy injusto: compramos entradas carísimas para una macrofiesta en el Palacio de Congresos, de esas con miles de personas. Lo nuestro era una apuesta por la estadística: si hay 3.500 chicas... mal se nos tenía que dar.

Y se nos dio mal, muy mal. Las bebidas se acabaron a la hora y media, la música era una mezcla de pop adolescente -Celtas Cortos, Héroes del Silencio, Seguridad Social...- con inicios de lo que sería el "nuevo house" de mediados de la década con su "I like to move it, move it" o "Eins, zwei, polizei". Muchachos borrachos con su punto de agresividad y dos chicas preciosas de las que yo andaba enamorado porque yo siempre, en cualquier circunstancia, me enamoro de dos mujeres a la vez. Supongo que es como el que ficha un centrocampista cuando ya tiene otros cuatro en su posición: una cuestión de inseguridad.

Mis amigos y yo, torpes albóndigas en remojo dentro de aquel contexto irreal, nos llevábamos la mano a la espalda, fingiendo ciáticas adolescentes y adelantábamos la mano derecha en un gesto medio italiano mientras nos regodeábamos en el "No puedorrr, no puedorrr". Las chicas -cómo culparlas- se fueron con otros, dejándonos con nuestra estúpida corbata, nuestra estúpida chaqueta manchada de vodka, sentados y derrotados como guerrilleros bosnios en el pasillo de entrada y consolando al hijo del dueño del Barclays Bank, al que la noche le había ido tan mal como a nosotros aunque su atractivo probablemente fuera por otra dirección.

En fin, para ventaja de todos, Chiquito desapareció. En su lugar aguantó un par de años Lucas Grijánder y al de la Calzada le dio un ataque de cuernos importante, demanda incluida. Puede que la sociedad como tal hubiera podido aguantar esos chistes y poses un tiempo más, pero a nosotros nos habría rematado en la cuneta. Lo que no quiere decir, en absoluto, que desde entonces las cosas hayan mejorado: lo último parecido al sentido del humor que recuerdo es la imitación compulsiva de Andrés Montes. Lucía me miraba como un loco y eso le hacía gracia porque Lucía tampoco era una chica atractiva.

Y porque, probablemente, yo fuera un loco.

jueves, 25 de agosto de 2011

La guerra de los Balcanes


Aquello tuvo al menos dos fases: la primera, brutal, a partir de 1991: la guerra abierta entre serbios y croatas con el Puente de Mostar como principal escenario y la segunda, a partir de 1999, con los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado para evitar las matanzas étnicas entre kosovares serbios (ortodoxos) y kosovares bosnios (musulmanes).

La primera me tocó en el instituto y la frase de moda era "Estados Unidos no se mete en Yugoslavia porque no hay petróleo, claro". La segunda me tocó en la Universidad y el discurso había girado maravillosamente a un "Estados Unidos es una potencia imperialista que tiene que meterse en todo". El petróleo por entonces no era motivo, lo volvió a ser en 2003.

Es muy probable que esta segunda reinterpretación del conflicto de los Balcanes fuera lo que me hizo dejar de ser de izquierdas, o al menos redujo el convencimiento: me parecía un puto disparate echarle la culpa siempre al mismo, hiciera lo que hiciera.

Por lo demás, mis recuerdos son más bien baloncestísticos, como suele suceder. En el verano de 1991 la selección yugoslava se estaba paseando por el Europeo de París. Era el tercer año consecutivo de paseo: un equipo formado por Zdovc, Petrovic, Kukoc, Radja y Divac más las aportaciones desde el banquillo de Perasovic, Sretenovic, Paspalj, Savic, y los jóvenes Djordjevic, Danilovic y Komazec. Una broma de equipo, vaya, aunque en ese Europeo en concreto Petrovic se reservó y no asistió a la convocatoria.

La declaración de independencia de Eslovenia y Croacia coincidió con el transcurso de la competición y cuando llegaron a la final contra los italianos, las autoridades eslovenas prohibieron a Jiri Zdovc jugar el partido o participar en la entrega de medallas representando a un país que para ellos ya no existía. Zdovc aceptó sin rechistar y de ahí la cosa solo fue a peor: Divac se peleó con Petrovic, Serbia fue descalificada de cualquier competición deportiva durante cuatro años y las matanzas se extendieron por toda la zona, odio acumulado de décadas y décadas, administrado cuidadosamente por Tito, curiosamente un croata.

La Unión Europea no hizo nada. Alemania acogió bajo su hombro a Eslovenia y eso libró a ese país del acoso y derribo. Los demás, allí se las apañaran. En el medio de Europa morían miles de personas, trinchera a trinchera, todos contra todos, mujeres y niños primero, pero los señores políticos discutían los criterios de convergencia económica y de vez en cuando algún portavoz miraba un poquito al horizonte, decía "Pero, bueno, compórtense" y luego seguía a lo suyo.

Efectivamente, tuvieron que pasar ocho años de cruenta guerra y la posibilidad real de que entre Milosevic y Karadzic se cargaran a todos los bosnios para que Bill Clinton dijera basta. Si Europa no iba a hacer nada pues tendría que hacerlo Estados Unidos, que ya ves tú lo que les iba a ellos en la historia. Es cierto que en vez de hacerlo por su cuenta se apoyó en ese ente abstracto llamado "la OTAN", que básicamente es Estados Unidos cuando se pone mandón. Como aquello de "Amanece que no es poco": "La guardia civil ha perdido las elecciones pero las ha ganado la secreta... No pasa nada porque la secreta también somos nosotros".

Entonces empezaron las manifestaciones en mi universidad, mi ciudad y mi país. Matanzas étnicas... bueno, vale; ¿cientos de miles de muertos y refugiados en campos de concentración? Tampoco es para tanto... ¿Intervención de Estados Unidos? ¡Hasta ahí podíamos llegar, imperialismo! Y bueno, pues Mijatovic salió a encabezar manifestaciones en Madrid, Djordjevic sacó lloroso una pancarta "Stop the war" al final de un partido en el Palau para ovación cerrada de todo el pabellón, muchos de ellos portando sus banderas catalanas, que en el equivalente serían como las bosnias a los ojos de un serbio y el disparate aumentó sin rubor alguno.

Al final Kosovo se partió en dos. Montenegro se escindió también y Yugoslavia pasó a llamarse Serbia, sin más, el reducto final. Aunque parezca increíble, con ese nombre todavía les daría tiempo a ganar un Eurobasket y un Mundial y contratar a Javier Clemente como seleccionador del equipo de fútbol.

jueves, 18 de agosto de 2011

Jaime Bores


Telemadrid emitía su parte del tiempo de la media tarde dentro del programa "Madrid directo" desde lo alto del edificio de Iberia en la Avenida de América. Los madrileños lo reconocerán con facilidad porque hace casi esquina con Francisco Silvela, tiene más de veinte plantas y en lo alto hay un logo de neón de la compañía que se apaga y se enciende sin prisa pero sin pausa durante toda la noche.

Aquello no habría tenido nada de especial si T. no viviera en el piso 19º de aquella casa, es decir, si cuando no hubiéramos tenido que compartir más de una vez ascensor con productores, cámaras y aquel rubito poca cosa, con sonrisa forzada y un atractivo muy difuso.

Supongo que Jaime Bores era guapo, a las chicas de mi instituto les gustaba, al menos. Digamos que era objetivamente guapo pero se derretía en las comparaciones como un terrón de azúcar. Esa sería mi definición de Jaime Bores: un terrón de azúcar. Estuvo de chico del tiempo en Telemadrid una temporada y luego vieron el filón a esa sonrisa ambigua y le pusieron a presentar programas y magazines. A mí me parecía soso, pero igual eran celos, no sé decirlo. Cuando T. estaba de por medio, cualquier cosa era posible.

TVE se fijó en él y le puso a presentar un "talk show". Eran los tiempos en los que empezaban los "talk shows" pero todo muy light: la onda Oprah pero más divertido, sin llegar a los dramones que llegaban de Sudamérica ni la burla constante y friki que supondría después "El diario de Patricia". Lo de Bores era una especie de indefinición, de risa amable, televisión de primera legislatura del PP, vaya, sin estridencias. El chico estuvo nominado a un TP, era un yerno ideal.

Bores llegó a Telemadrid en 1993 como ex modelo y salió de TVE en 1999 convertido en estrella. Una estrella a la que le han cancelado su programa, pero una estrella al fin y al cabo. Con el fin de la década, el personaje desapareció. Después hizo cosas muy sueltas y esporádicas, pero se cansó de fingir una felicidad ojerosa y se borró del mapa. Supongo que si miro ahora en Internet habrá mil teorías de la conspiración que tendrán que ver con drogas, sexo y malas compañías, pero hay días en los que Internet me interesa lo justo y hoy es uno de ellos.

Recientemente apareció en "La Noria", que viene a ser el "Aquellos maravillosos 90" de la televisión basura, pero no me paré a escuchar lo que decía.

Me quedo con el Bores del ascensor de T. y me quedo con la casa de T., esa terraza que invitaba al vertigo y desde la que parecía que la ciudad entera estaba a tus pies. Una terraza de incendio y lira. Todos fuimos muy felices en ese piso y, con los años, como es lógico, todos acabamos desapareciendo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Amor a primera vista


María Barranco no tenía la culpa de parecerse a la Chica Langosta. De hecho, y desde una distancia de 20 años, diría que no se parecía en absoluto a la Chica Langosta pero, no sé, las dos tan altas, tan delgadas, unas facciones tan duras... uno deja la imaginación volar y acaba aterrizando encima de Luis Fernando Alvés. El formato "Amor a primera vista" se había utilizado antes y se utilizaría después hasta la saciedad, incluido un programa con el mismo nombre que presentó Anabel Alonso.

Para un adolescente tenía su interés, a qué negarlo. Todo lo que tenga que ver con ritos de apareamiento siempre será de interés para un chico de 14 años y, hasta cierto punto, en Telemadrid lo hacían con estilo. El chico hacía las bromas picaronas, la chica apelaba a los sentimientos. Había tres hombres y tres mujeres y pasaban todo tipo de pruebas ridículas. Recuerden que hablamos de ritos de apareamiento y ahí, sutilezas, esperen las justas.

Al final de cada programa, después de olerse, tocarse, husmearse y preguntarse intimidades, cada uno de ellos eligía a una de ellas y viceversa. Si coincidían, ¡chas! Amor a primera vista y viaje gratis de vacaciones con la condición de que a la vuelta dieran buena cuenta de cada detalle con cara de barra de bar o cantina de instituto: "Bueno, ¿chingaste o no? Tell me more, tell me more...

En esa época, uno veía esa clase de programas como ve ahora los deportes, para comprobar cómo se les da a los demás lo que uno querría hacer y no sabe. Por un momento, te podías hacer la ilusión de que tú eras ese chico popular o que te ligabas a la chica explosiva o que María Barranco se transformaba en Chica Langosta y te besaba apasionadamente. Las cosas que en el mundo real de Ramiro de Maeztu y Palacio de los Deportes, en fin, no pasaban a menudo.

Todo esto me lleva al primer día en el instituto: la tutora nos obligó a un juego cruel, que consistía en votar quién era el chico más guapo y la chica más guapa de la clase. Como yo nunca he tenido la más mínima capacidad de autoevaluación y venía de un último año en el colegio moderadamente popular, al entregar mi papelito, me puse a pensar, cabeza baja, casi avergonzado: "Hostias, ¿y si gano yo?" Con 14 años el chico más guapo y el más feo se diferencian por muy pocos matices, unos granos aquí o allá, este peinado o el otro. La guitarrita, quizás.

De repente, se me vino el mundo encima. ¿Cómo iba a soportar yo esa responsabilidad?, ¿cuánto tiempo conseguiria tenerlas engañadas? No se preocupen, no gané. Creo que empataron dos de los que después serían mis mejores amigos y sinceramente mi nombre ni apareció en las listas. Ni el mío ni el de muchos otros. Compañeros de estigma.

Están los chicos que con una sonrisa el primer día ya ganan concursos de popularidad y los que tienen que ir a la tele a hacer el mono para conseguir un miserable beso. La generación "contigo no, bicho". Tenía toda su lógica que mi simpatía oscilara hacia esos entrañables perdedores, sus dignidades pisoteadas en el momento en el que las tres chicas de enfrente escribían en sus pizarras un nombre que no era el suyo.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Peter Arnett y La Niña Rodicio



La noche de los bombardeos sobre Bagdad nos pilló desprevenidos. No solo porque aún creyéramos que se podía llegar a un acuerdo pacífico sino porque no sabíamos cómo era una guerra en directo. De repente, aprendimos que el horror era algo parecido a un color verde difuso en la oscuridad donde las bombas y los disparos de las baterías anti-aéreas se confundían.

La que recuerdo es la segunda noche, la de los misiles scud contra Israel. Recuerdo la madrugada pegado a la pantalla, el especial de Telemadrid, aun sabiendo que al día siguiente tenía clase. Telemadrid, a su vez, pinchaba la imagen de la CNN. Por entonces, sabíamos muy poco de la CNN, no más que de Eurosport o la MTV o cualquiera de esos canales a los que solo accedian las familias con parabólica y conexión vía satélite.

Recuerdo la tensión, las conexiones en directo con Tel-Aviv, donde el enviado especial llevaba una máscara que le tapaba toda la cara y de vez en cuando se asomaba a la ventana y amenazaba con quitársela ante la alarma de sus compañeros en Atlanta: "No lo hagas, no lo hagas, tu seguridad es lo primero". Retransmitir en directo en medio de una lluvia de misiles, ese era su concepto de seguridad.

Para los apocalípticos, aquello era el inicio de la III Guerra Mundial. Ya durante el verano, en Santander, un amigo de mi padre me explicaba: "Estados Unidos atacará a Irak y la URSS intentará defenderla y ahí se armará el lío". Los tiempos en los que la URSS existía, recuerden, poco antes del "golpe" que acabó con Gorbachov recluido en una residencia de verano y Boris Yeltsin, alcalde de Moscú, tomando el poder absoluto de la nueva Rusia.

En aquel momento ninguno sabíamos con qué cartas jugaba cada uno. Si en 2003 hubo debate, imagínense en 1990. Por supuesto, se sucedieron las manifestaciones y las manos blancas y los gritos por soluciones imposibles, como si Sadam no hubiera invadido Kuwait ni se hubiera pasando décadas exterminando kurdos ni utilizando gas mostaza en sus guerras contra Irán.

La duda era si Sadam era capaz de enviar un misil con armas de destrucción masiva a Israel o no. Resultó que no, que los scud de fabricación soviética caían como petardos en cualquier lugar del desierto y si rozaban una ciudad, la cosa quedaba en poco más que una tragedia personal. Sadam, en sí, era un misterio y en eso tuvo mucho que ver su dominio de la cámara y su confusa estrategia de comunicación. No hizo nada para evitar que toda la prensa extranjera se fuera del país por miedo al conflicto, tampoco hizo nada por impedir que dos periodistas se quedaran dentro: Peter Arnett, de la CNN, y Ángela Rodicio, de TVE, a los que se unió rápidamente Alfonso Rojo, por entonces en El Mundo.

Eran los tiempos en los que la guerra era una guerra y no una cuestión moral. Los tiempos en los que primero salías corriendo y luego si eso te quejabas. Nadie tenía ni idea de cómo podría acabar la cosa. Pasaron los días y la rutina se apoderó de nuestros televisores: luces verdes palpitantes y planos fijos de mezquitas junto a un río. Con el tiempo empezó a parecer que era más peligroso esquiar en los Juegos Olímpicos de Invierno que hacerle una guerra a Sadam. El histerismo dio paso a una cierta incredulidad: ¿por qué no está pasando nada?, se preguntaban los apocalípticos.

Schwarzkopf, un cliché hecho general, dirigió la Tormenta del Desierto en modo blitzkrieg: Irak reaccionó quemando pozos de petróleo y mostrando aves envueltas en fuel negro. "Resistiremos", decían, "esta será la madre de todas las batallas". Obviamente, Sadam calculó muy mal. Es lo que tienen los psicópatas, su difícil relación con la realidad. De haberse quedado quieto podría haber seguido sus torturas y asesinatos durante décadas. Probablemente pensó que los países árabes le ayudarían, pero, ¿qué países árabes, si la familia real kuwaití los tenía a todos subvencionados?

Pronto quedó claro que 1991 no iba a ser 1973. Si Sadam quería organizar una guerra tendría que hacerlo solo y con el pelma de Alfonso Rojo husmeando bajo las alfombras.

Los periodistas fueron volviendo conforme se vio que aquello terminaría pronto. Los aliados tomaron Kuwait entero, entraron en Basora y se quedaron a las puertas de Bagdad, sin llegar a entrar en el palacio presidencial por si acaso les venía mejor hacerlo más tarde. La primera guerra televisada en directo nos dejó más nombres de reporteros que de coroneles. Duró poco más de un mes, seis veces menos de lo que había durado la pre-guerra.

Empalmando una cosa con otra, aquel verano empezaron las revueltas en los Balcanes: primero, la declaración de independencia de Eslovenia y después la de Croacia. Por último, la bosnia. Lo recuerdo perfectamente porque ese verano fue el último en el que vimos a la selección de Yugoslavia jugar y ganar un Europeo con Divac, Petrovic, Kukoc y Paspalj compartiendo equipo. Jiri Zdovc, base esloveno, ya se negó a jugar la final como acto de solidaridad con su recién nacida república.

El enviado especial de TVE en la zona era Arturo Pérez-Reverte, quien después presentaria "Código Uno", un clásico del periodismo-realidad en la estela de "Quién sabe dónde". Como por entonces aún no era una estrella, decidieron darle un poco de espectáculo a la historia llevándole de paquete a la mediática Rodicio, algo así como lo que le hacía Florentino a Del Bosque. De aquella unión salieron algunos reportajes, un magnífico libro, "Territorio comanche" y un apelativo que acompañará a Rodicio el resto de sus días, incluso cuando juegue con sus nietos.

Alfonso Rojo se peleó con Pedrojota y fundó un periódico digital. A Peter Arnett, lo confieso, le perdí la pista.

miércoles, 27 de julio de 2011

Eugeni Berzin



No sé si en el resto del mundo la figura de Berzin es tan recordada como en España. Me cuesta ubicar exactamente su carrera en el lugar que le correspondería por sus méritos. Berzin fue la kryptonita de Induráin y lo fue dos veces, que no es decir poco. Primero, por supuesto, en el Giro de 1994, la primera gran vuelta que perdía el navarro en cuatro años, aquel Giro de emboscadas, con Massimo Ghirotto y Moreno Argentin compitiendo en argucias y bonificaciones y Marco Pantani reventando la carrera en cada puerto, alopécico pero no rapado, con el culotte azul vaquero de los Carrera.

De aquel año aprendimos muchas cosas, sobre todo, el nombre Mortirolo, símbolo de la caída de un imperio. Induráin iba a Italia como Contador va últimamente a Francia, a la de Dios, sin equipo, así me las pongan todas. Arrasaba en las contrarrelojes a los diminutos escaladores italianos y luego se limitaba a cogerles rueda.

Con Berzin era distinto porque Berzin llegó a ser tan buen contrarrelojista como Induráin siendo mucho más ligero en la subida. Rubio, ruso y joven, Eugeni iba para gran estrella de la década hasta que le pasó como a casi todos los jóvenes eslavos que destacan en lo suyo muy pronto: se perdió. No pretendo ser ningún moralista, yo creo que si tienes 24 años y estás forrado tu obligación es perderte. Si no lo eres, no, tu obligación es trabajar y pulir tu talento.

Aún quedarían un par de años para eso: la temporada siguiente volvió al Giro y quedó segundo, detrás de Rominger y delante de Ugrumov, compañero de equipo en aquella impresionante Bianchi y con el que se las tuvo tiesas de la primera etapa a la última. Con un palmarés envidiable y 26 años, Berzin se plantó en el Tour de 1996 dispuesto a dar el salto de calidad.

Este fue el segundo encuentro sucesorio con Induráin. Hablamos de aquella subida a Les Arcs donde a Miguel lo reventaron el frío y el hartazgo. El tirón no fue de Berzin, porque él no se encargaba de esas cosas. Sería de Riis o de Ullrich o de Rominger o de Virenque o de Olano. No, de Olano no creo. El caso es que Berzin, mucha gente no lo recuerda, fue el que se puso de líder en esa etapa con el mismo tiempo que el donostiarra y el día después dio una exhibición en la crono de Val D´Isere que le dejó con casi un minuto de ventaja sobre el segundo.

¿Llegaba Berzin después de tres años exitosos para quedarse? ¿Sería el ruso el sucesor,como lo fue en 1994? No tardamos mucho en salir de dudas. La tercera etapa alpina acababa en Sestrières, territorio italiano, y Riis le quitó el amarillo, que no soltaría hasta París. Que Riis era una farmacia andante podíamos suponerlo pero no lo supimos de su propia voz hasta casi 15 años después. Berzin fue cayendo poco a poco en la general hasta que en la etapa de Pamplona, la tristísima etapa de Pamplona en la que Induráin se derrumbó por completo, perdiera más de media hora. Aquello no fue una etapa, fue una sangría. Probablemente fuera el Tour más montañoso en muchos años, la medicina preparada contra el doctor Induráin y que de paso se llevó a su becario rubio por delante.

A partir de ahí, Berzin siguió porque algo tenía que hacer. En 1997 ganó dos pruebas menores y desde entonces hasta su retirada en 2001 ni eso. Pululó por distintos equipos incluyendo el Costa de Almería o la Française des Jeux -que, por cierto, ya que Ángel de Andrés y Pedro Delgado llevan media vida yendo a Francia cada verano podían aprender que la "ese" final se pronuncia porque es femenino- hasta que  ya se cansó y se buscó un retiro dorado, probablemente en el póker, a competir contra su amigo Kafelnikov porque todos sabemos que no hay nada más excéntrico que un ruso excéntrico, del jugador de Dostoievski en adelante.

miércoles, 20 de julio de 2011

4 Non Blondes



Mi primera gran depresión la pasé con 16 años. Una de esas crisis adolescentes de sofá y techo y autocompasión prolongada durante un verano difícil, porque a mí los veranos siempre se me han dado especialmente mal. El verano de 1993, por varias razones, se hizo duro: mes de agosto en Santander estudiando matemáticas, adaptación confusa a nuevo grupo de amigos y el clásico enamoramiento imposible que solo sirvió para ver a la musa caer en manos de otro tipo mucho más prosaico que yo.

Así me encontró septiembre: languideciendo, esperando aún el principio de 3º BUP -los comienzos de curso por entonces no llegaban nunca, iba entrando octubre y te daba el Puente del Pilar y lo más que habían hecho los profesores era presentarse- cuando un amigo me invitó a ir a las fiestas de San Mateo, en Cuenca. Aquello no tenía una gran pinta, recuerden que yo soy todo menos un juerguista y las celebraciones las tomo con ciertas reservas, como si para divertirme antes tuviera que estar seguro de que no mira nadie.

Mi amigo y yo pasamos una semana entera allí. Los mejores días por supuesto, fueron los anteriores al mogollón porque los días de entre semana siempre tienen ese encanto especial que solo los tristes reconocemos al instante. Cenábamos algo de pasta, bajábamos al bar a jugar al futbolín y poníamos unos vídeos en la Juke Box. A mí me gustaba poner "Numb", de U2; a él le gustaba ver "What´s up?" de 4 Non Blondes.

Era uno de esos grupos "one-hit wonders", capaces de hacer una canción que llegue hasta una Juke Box de Cuenca para luego desaparecer por completo. La estética era hippie más que grunge aunque por entonces lo confundíamos todo, el vídeo era otoñal y no llamaba la atención a gritos. Me gustaba. Estoy casi seguro que ese fue el año del "Informer" de Snow y el "Two Princes" de Spin Doctors, un verano antes de los Crash Test Dummies y su inquietante "Mmm Mmm Mmm".

El caso es que el fin de semana acabó llegando porque esas cosas son imposibles de frenar y con el fin de semana llegaron los amigos y la novia de mi compañero de clase. Eso me dejaba en una incómoda posición de Yoko Ono, viendo todo desde una distancia celosa, reclamando mi propia cuota de protagonismo. El miedo al desastre fue mucho mayor que el desastre en sí. De hecho, el desastre nunca tuvo lugar, todo lo contrario: fueron los típicos días de adolescencia mágica en los que todo pasa a una velocidad que desconoces: las noches, el vino, las chicas, las vaquillas, las camisetas firmadas, las peñas con nombres previsibles... todo eso a mis 16 años era un mundo nuevo. Yo, el urbanita, lo más cerca que había estado de una fiesta patronal eran los puestecitos que en otoño ponían en el Parque de Berlín.

Mi recuerdo de aquellos días es el de la despedida. El lamentable último día en el que todo se ve desde una misma dimensión, como si hubiera sucedido a la vez y la cabeza no supiera controlar tantas emociones juntas. España jugaba en Irlanda y ganó 1-3, fue el paso necesario para jugarse la clasificación para el Mundial contra Dinamarca. Habíamos comido pasta con tomate -solo sabíamos hacer pasta con tomate- y yo me asomaba a la terraza con el walkman puesto, tarareando "London Calling" de los Clash y pensando que esa llamada podía ser mi llamada, algo así como un despertador, y que mi ciudad obviamente no podía ser Londres porque me pillaba lejísimos, pero sí podía ser Cuenca, aunque de hecho no lo fue: solo volví una vez, en Semana Santa. Vimos procesiones y fantaseamos con escribir cartas desde el futuro. Eso fue todo. En comparación, prácticamente se puede decir que no fue nada.

miércoles, 13 de julio de 2011

Titanic


Por supuesto, no se lo dije a nadie. Absolutamente a nadie, ni a mi novia de los 90 ni a la Chica Langosta. Compré una entrada para la sesión de las 16,30 entre semana y una vez había pasado suficiente tiempo desde los Oscars. Me armé de muchas palomitas y una buena cantidad de agua por si la de la pantalla no bastaba. En la sala había unas diez personas, no más. Cines Victoria, ya después de la reconversion en distintas minisalas.

Todos los prejuicios eran pocos, eso quiero dejarlo claro: de entrada, el presupuesto, eso ya le chirriaba a un tipo criado a los pechos de Kieslowski. Luego, el director y su prepotencia manifiesta en la gala de los Oscars, ese "I´m the king of the world" que soltó cuando le dieron el premio a la mejor película. En tercer lugar, Leonardo Di Caprio. De acuerdo, el chico había hecho "Celebrity" con Woody Allen pero para nosotros seguía siendo el pijo guaperas de "La playa".

Bien, pues ahí estuve yo tragándome las tres horas de amor, persecuciones y barco que se hunde muy despacio. ¿Y saben una cosa? Que me gustó. Y no solo me gustó sino que salí del cine, llamé a todo el mundo y les dije lo mismo que les estoy diciendo a ustedes ahora: "He ido a ver Titanic y me ha gustado, ¿qué hostias pasa?" En fin, muchos me dieron por imposible, yo, con 20 años ya era un excéntrico... pero es que era verdad, la película me gustó y creo que tuvo mucho que ver toda esa sarta de prejuicios y el hecho de poder disfrutarla en pantalla grande.

Después me he animado algún rato en televisión, pero no es lo mismo. La gracia es que el barco se pusiera en vertical en una pantalla de seis metros de largo no en una de 16 pulgadas.

Me metí en la historia de amor, una historia muy de agua y palomitas: facilona, cursi, todo lo que quieran, pero llevadera, y hasta cierto punto cuando de repente chocan con un iceberg la sensación fue de "coño, ¿y eso de dónde ha salido?" que supongo que era lo mismo que pensaron ellos en su momento. Narrativamente, es un hallazgo: uno debería pasarse la película esperando que llegara el iceberg de marras y cuando llega te quedas a cuadros. Estéticamente, el iceberg, con tanta postproducción de por medio, era francamente mejorable.

El hundimiento se hace más largo cuantas más veces lo ves. Y menos espectacular. La primera vez funciona, a mí me funcionó, ya sé que a ustedes no y me van a poner verde en los comentarios, pero si pasé por ello con 20 años puedo pasar por ello con 34. En los re-visionados sí que me desesperé con el rollo de "te detengo-te suelto-te detengo-te suelto", "me subo al bote-me bajo-me subo al bote-me bajo...". Además, siempre he sido muy de Kate Winslet. Todo el mundo se lanzó a llamarla gorda mientras yo callaba mi atolondramiento enamoradizo. Con los años ha conseguido parecerse cada vez a Emma Roberts y eso es una excelente noticia para ella.

¿Qué recuerdo del fenómeno fan que rodeó a la película, la más taquillera por entonces de la historia? Un capítulo de "Sorpresa, sorpresa" muy divertido en el que Concha Velasco invitaba a un chaval que supuestamente había visto la película 40 veces a conocer al actor que hacía de capitán del barco. "Es idéntico, es idéntico", gritaba el chico. Normal, es que era él. La cosa quedó cutre, sinceramente, no te digo yo que traigan a Di Caprio... pero al capitán del barco. Con lo lumbreras que era aquel mitómano seguro que al actor le tuvo que caer tal bronca que le dieron ganas de volver a meterse en un transatlántico y hundirlo.

Años después. Muchos años después, de hecho, más de diez, rodé un cortometraje. Aquello duraba 10 minutos y tardamos dos días en rodarlo. Aparte de co-dirigir con Pedro Rodrigo, también compartimos la producción ejecutiva y tuvimos que improvisar una producción en rodaje porque el equipo nos dejó tirados. Fueron dos días y 10 minutos. No nos dieron ningún premio pero el corto estaba bien. Entonces entendí perfectamente a James Cameron: si me llego a pasar cinco años con el proyecto, meses rodando y gano 14 Oscars, salgo ahí y no es ya que me crea el rey del mundo es que paso directamente al nivel John Cobra y me agarro el paquete delante de Spielberg y Nicholson mientras grito "Me coméis todos la polla".

Pero no se preocupen, no es probable que eso suceda nunca.

miércoles, 6 de julio de 2011

El triple de Djordjevic



Lo entrenábamos en La Nevera a la hora de gimnasia. Uno hacía de Tomás Jofresa y luego el otro hacía de Djordjevic y ganaba la Copa de Europa para el Partizán, desequilibrado en el salto pero perfectamente equilibrado en la posición del cuerpo, el brazo y la muñeca, un prodigio de ejecución yugoslava. Cuando nos salía era la hostia. El Partizán, un equipo de Belgrado que jugaba en Fuenlabrada, se había llevado la mítica Final Four de Estambul en el último segundo, con todo perdido. Nuestra Final Four, la que acabó a los diez minutos de la semifinal contra el Joventut, perdidos en nuestra propia ansiedad.

El Joventut tenía el encanto del equipo español, acostumbrado a vivir a la sombra de un club de fútbol y a regar de canteranos el resto de la liga. Éramos equipos hermanos. Pero el Partizán era algo más que eso: era Yugoslavia incluso cuando Yugoslavia había desaparecido. No sé por qué, las sanciones habían llegado algo tarde y les permitieron jugar siempre que no fuera en Belgrado. Lo dicho, se fueron a Fuenlabrada. Jugamos en el mismo grupo y les ganamos las dos veces: en el Palacio y en el Fernando Martín, o como se llamara entonces el pabellón de una ciudad cuyo equipo autoctono se perdía en categorías inferiores.

El Partizán era el BA-LON-CES-TO, punto. Uno podía admirar la garra y la decisión de Tomás Jofresa pero no podía dejar de lado la sutileza, la clase, el talento de Djordjevic, Danilovic, Nakic... Habían dado la campanada en cuartos derrotando a la Knorr de Bolonia y luego en semifinales a la Philips de "Gorila" Dawkins. En la final, el favorito indiscutible volvía a ser el adversario, un Joventut en el mejor momento de su historia, con Villacampa, los Jofresa, Corney Thompson, Harold Pressley, Jordi Pardo, Ferrán Martínez... un equipo que ganaría dos ligas ACB consecutivas después de décadas intentándolo y que si no pasó a la historia ahí fue por el milagro de Sasha.

Por entonces, no sabíamos muchas cosas, aunque las intuíamos: por ejemplo, que Danilovic acabaría como estrella en la NBA o que Djordjevic sería el jugador más decisivo en Europa de los 90, incluyendo ligas con Barcelona y Real Madrid. Luego estaban las cosas que no podíamos ni vislumbrar: que el entrenador de aquel Partizán, un ex jugador retirado ese mismo año, Zeljko Obradovic, aún el campeón más joven de la competición, acabaría ganando la Copa de Europa tantas veces como el Real Madrid, la segunda de ellas, precisamente, entrenando al Joventut, dos años más tarde, cuando todavía era más conocido por pedir tiempos muertos en los últimos segundos de partidos decididos ante la desafiante mirada de Manel Comas.

jueves, 30 de junio de 2011

Paloma Ferre


Estábamos pasando quince días de campamento en San Martín de Valdeiglesias. Aquello era un despelote absoluto: ni los monitores sabían qué hacer con nosotros ni nosotros estábamos dispuestos a obedecer en nada. La frase que más repetí en esas dos semanas fue "no es mi rollo", y al final, como título conmemorativo, me dieron una bonita cartulina donde ponía "Para Guille, porque algún día encuentre un campamento sin juegos".

Entiéndalo, teníamos 17 años y Kurt Cobain se acababa de pegar un tiro tres meses antes. Aquello del campamento era una excusa para ligar y perder la virginidad y cuando llegamos allí resulta que la ratio era de cuatro chicos por chica. Así no se hacen las cosas, Leguina. Ellos se empeñaban en que bailáramos el minuet y jugáramos al rescate y nosotros escuchábamos el Unplugged de la MTV en nuestros vagones -no había tiendas de campaña sino viejos vagones de tren con literas- y luego salíamos a psicodeprimirnos en una roca donde los más valientes fumaban porros.

La penúltima noche, coincidiendo con la lluvia de perseidas, las lágrimas de San Lorenzo, decidimos fugarnos un grupito y la cosa se nos fue tanto de las manos que acabamos haciendo auto-stop más de la mitad de los acampados. Los monitores nos pillaron, claro, pero no sabían si castigarnos a nosotros o echarse a llorar directamente: ¿Cómo es posible que se te escape medio campamento en tus narices y no te des ni cuenta?

El resto de gamberradas fueron las habituales: espiar a las chicas en las duchas montados unos en los hombros de otros, meter bichos en los sacos de dormir y ese tipo de adolescencias.

Un día vino un equipo de Madrid Directo a hacer un reportaje. Con el paso de los años me di cuenta de que lo hacían cada verano. Al parecer la reportera encargada era Paloma Ferre. Si se encuentran ahora a Paloma Ferre en algún canal les parecerá una mujer atractiva. Imagínense hace 17 años y rodeada de feromonas girando de vagón en vagón. Todos nos pusimos guapos y nos echamos colonia, a la espera del reconocimiento en formación. Los monitores volvieron a no entender nada. Sinceramente, espero que pasaran un buen tiempo con sus cosas porque nosotros se lo pusimos realmente difícil.

El caso es que llegó la tarde y ahí apareció el equipo de producción, el cámara... y un tipo con rizos para hacer las entrevistas. Inmediatamente, nos disolvimos en desbandada. No era lo que nos habían prometido. Aquel campamento, en general, fue un atentado brutal a nuestras expectativas: las chicas no eran feas pero eran pocas, a algunos chicos les gustaba Nirvana pero la mayoría ponía a todo volumen Celtas Cortos, Héroes de Silencio o Seguridad Social, la trilogía del horror. En la última fiesta, después incluso de fugarnos y ser castigados, organizaron un juego que consistía en imitar a uno de los compañeros delante de los demás para que adivinaran.

A mí me tocó el papel de la mejor amiga de la chica que me gustaba. La típica situación en la que no tenías nada que ganar. Esperé el momento con una media sonrisa en la boca, entre imitaciones más o menos logradas, y cuando llegó mi turno, me levanté muy digno, le di al monitor mi papel doblado y le dije muy solemne: "Yo es que a reírme de la gente no he venido aquí" y me subí al comedor, donde un amigo tocaba fandangos con la guitarrita.

jueves, 23 de junio de 2011

Chete Lera


Primera visión de Chete Lera como hermano de pinta progre en "Familia", la primera y mejor película de Fernando León de Aranoa. Un actor con un empaque extraordinario, sin necesidad de exagerar gestos ni acentos, un tipo que entra en la habitación, dice "buenos días" y te lo crees inmediatamente. Aquella película no solo representaba el debut del estandarte del cine social posterior en España sino que contaba con una jovencísima Elena Anaya, absolutamente deseable, una rejuvenecida Amparo Muñoz después de una década infernal de drogas y depresiones y un relativamente comedido Juan Luis Galiardo, para lo que es el personaje.

Fue una película clave, tipo Pulp Fiction. Aranoa se lanzó al reto de "Barrio", Galiardo vivió una segunda juventud en teatro y cine, Anaya se convirtió inmediatamente en el icono sexual de una generación y Chete Lera, con su sobriedad de psicólogo que sabe manejarse al borde de un ataque de nervios acabó trabajando con Alejandro Amenábar e Icíar Bollaín en apenas tres años. Amparo Muñoz, desgraciadamente, no consiguió levantar cabeza.

¿Qué me unía a mí, con 21 años, a Chete Lera? La confianza en que, en el futuro, yo podría ser como él, es decir, un tipo con apariencia intelectual, elegancia no forzada y mucha tranquilidad. Recuerden que en aquella época yo aún no tomaba ansiolíticos pero empecé a hacerlo poco después de salir del cine sin poder respirar justo antes del final de "Abre los ojos", día de estreno, cines Morasol. Mi novia de los 90 no entendía nada, como tantas otras después.

Probablemente, el recuerdo que todos tenemos de Chete Lera sea precisamente el de Amenábar, el terapeuta que intenta tratar a Eduardo Noriega de algo que él mismo no comprende, que intenta explicar, que intenta razonar, convencer... y acaba en aquella terraza de la Torre Picasso dándose cuenta de que él no existe. Sinceramente, es una de esas películas que con el tiempo se han ido viniendo abajo, algo que creo que no pasará con "Tesis", precisamente por el punto generacional que siempre tuvo, pero si había ahí un verdadero drama no era el de Noriega ni el de Cruz ni el de Nimri, sino el de Lera, desolado, nervios perdidos, compostura desanudada, mirándose las manos sin poder intuir qué iba a ser de él ahora que sabía que él, como tal, no era nada: la invención de un tipo dispuesto a saltar cien metros abajo.

Quizás aquello fue una premonición. Tuvo su papel en "Flores de otro mundo", en una película llamada "Fisterra", que vimos por aquello de que mi novia era gallega e incluso un episódico en "Médico de familia", la serie que separaba a los niños de los hombres. De creer a IMDB, entre 1998 y 2000 participó en once largometrajes y seis cortos. ¡Y ustedes que creían ver a Puigcorbé en todos lados! Algo me dice que se hartó. Puede que ganara suficiente dinero o puede, simplemente, que prefiriera gastar su tiempo en otra cosa. Desde entonces se ha convertido en un secundario o ni siquiera eso, papeles muy circunstanciales en "Remake", "Concursante" y algo más extensos en "Smoking room" y un buen montón de cortos para matar el gusanillo.

Reconozco que cuando le encuentro en pantalla me llevo una gran alegría, aunque solo sea dos minutos y de pasada. Me da igual, inmediatamente conecto con el hombre que quería ser de adolescente y no me paro a pensar ni por un momento si aquel es el tipo maduro que quiero ser ahora que parece que soy un hombre. No puedo evitar pensar que si no llegó más lejos fue porque no quiso. No lo explico de otra manera. Era el prototipo de hombre sensato igual que Carlos Álvarez-Novoa es ahora el prototipo de abuelo entrañable. Se vio en el radar y le entró algo parecido al pánico. Puedo entenderle perfectamente.

Vi los últimos cinco minutos de "Abre los ojos" en una pantalla en blanco y negro, después de haberme echado agua en la nuca y las muñecas y haber retomado la respiración. Obviamente, no entendí nada. Tampoco importaba: hasta entonces no es que la película hubiera sido un libro abierto.