Estábamos pasando quince días de campamento en San Martín de Valdeiglesias. Aquello era un despelote absoluto: ni los monitores sabían qué hacer con nosotros ni nosotros estábamos dispuestos a obedecer en nada. La frase que más repetí en esas dos semanas fue "no es mi rollo", y al final, como título conmemorativo, me dieron una bonita cartulina donde ponía "Para Guille, porque algún día encuentre un campamento sin juegos".
Entiéndalo, teníamos 17 años y Kurt Cobain se acababa de pegar un tiro tres meses antes. Aquello del campamento era una excusa para ligar y perder la virginidad y cuando llegamos allí resulta que la ratio era de cuatro chicos por chica. Así no se hacen las cosas, Leguina. Ellos se empeñaban en que bailáramos el minuet y jugáramos al rescate y nosotros escuchábamos el Unplugged de la MTV en nuestros vagones -no había tiendas de campaña sino viejos vagones de tren con literas- y luego salíamos a psicodeprimirnos en una roca donde los más valientes fumaban porros.
La penúltima noche, coincidiendo con la lluvia de perseidas, las lágrimas de San Lorenzo, decidimos fugarnos un grupito y la cosa se nos fue tanto de las manos que acabamos haciendo auto-stop más de la mitad de los acampados. Los monitores nos pillaron, claro, pero no sabían si castigarnos a nosotros o echarse a llorar directamente: ¿Cómo es posible que se te escape medio campamento en tus narices y no te des ni cuenta?
El resto de gamberradas fueron las habituales: espiar a las chicas en las duchas montados unos en los hombros de otros, meter bichos en los sacos de dormir y ese tipo de adolescencias.
Un día vino un equipo de Madrid Directo a hacer un reportaje. Con el paso de los años me di cuenta de que lo hacían cada verano. Al parecer la reportera encargada era Paloma Ferre. Si se encuentran ahora a Paloma Ferre en algún canal les parecerá una mujer atractiva. Imagínense hace 17 años y rodeada de feromonas girando de vagón en vagón. Todos nos pusimos guapos y nos echamos colonia, a la espera del reconocimiento en formación. Los monitores volvieron a no entender nada. Sinceramente, espero que pasaran un buen tiempo con sus cosas porque nosotros se lo pusimos realmente difícil.
El caso es que llegó la tarde y ahí apareció el equipo de producción, el cámara... y un tipo con rizos para hacer las entrevistas. Inmediatamente, nos disolvimos en desbandada. No era lo que nos habían prometido. Aquel campamento, en general, fue un atentado brutal a nuestras expectativas: las chicas no eran feas pero eran pocas, a algunos chicos les gustaba Nirvana pero la mayoría ponía a todo volumen Celtas Cortos, Héroes de Silencio o Seguridad Social, la trilogía del horror. En la última fiesta, después incluso de fugarnos y ser castigados, organizaron un juego que consistía en imitar a uno de los compañeros delante de los demás para que adivinaran.
A mí me tocó el papel de la mejor amiga de la chica que me gustaba. La típica situación en la que no tenías nada que ganar. Esperé el momento con una media sonrisa en la boca, entre imitaciones más o menos logradas, y cuando llegó mi turno, me levanté muy digno, le di al monitor mi papel doblado y le dije muy solemne: "Yo es que a reírme de la gente no he venido aquí" y me subí al comedor, donde un amigo tocaba fandangos con la guitarrita.
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