jueves, 9 de junio de 2011

El penalti de Djukic



Cumplía 17 años y para la ocasión hicimos una fiesta en casa de mi madre. Estábamos mi hermana menor y yo y un buen montón de amigos, algunos comunes, porque por entonces compartíamos todos instituto. Además de la música y las caipirinhas había una pantalla de televisión con el partido del Deportivo y el Valencia en grande y en una esquina, pequeñito, el partido del Barcelona. El Depor había ido líder casi toda la temporada por segundo año consecutivo y solo necesitaba ganar en casa a un equipo que no se jugaba nada para ganar el primer título de su historia.

Nos dividíamos entre los aficionados del Barcelona y los del Madrid. Mi mejor amiga, coruñesa, curiosamente iba también con el Barça. Los madridistas, lógicamente, iban con el Deportivo.

Era el SuperDepor de Arsenio Iglesias, ese hombre incomparable. El equipo de los Mauro Silva, Fran, Bebeto, Claudio, Ribera, Liaño, Aldana... no demasiado vistoso pero tremendamente competitivo. Recuerden que estoy hablando de una época en la que no hacía falta ganar 31 partidos de 38 para hacerse con el triunfo sino que la media inglesa -empato fuera y gano en casa- solía darte el campeonato. Aquel equipo consiguió ser el segundo equipo de todos, el problema es que se jugaba el título con mi primero.

Yo me hice del Barcelona por una cuestión estética. Nací y crecí en el barrio de Chamartín y por supuesto mi equipo de pequeño era el Madrid, aquel Madrid de Valdano, Santillana, Juanito y los primeros brotes de la Quinta del Buitre. Se suponía que entre mis obligaciones, además de amar a mi equipo estaba odiar al contrario, pero llegó un momento en el que me resultó imposible: el contrario jugaba demasiado bien. No podía desear que perdiera un equipo así, me suponía una agonía constante que acabé rechazando. En medio de las crisis de Tenerife, justo después del segundo mazazo, me pasé al lado oscuro. Justo entonces el Barcelona empezó a perder 4-0 las finales de Champions y arruinar su plantilla con los Sánchez-Jara e Iván Iglesias de turno.

En fin, eso sería después. Volvamos al momento en Avenida de América en el que Barcelona y Deportivo se siguen jugando la liga. La mitad de la casa con un equipo, la otra mitad con el otro. El Barça ha cumplido los deberes y gana. El Depor sigue empatando a cero, un resultado que se venía haciendo demasiado habitual en las últimas jornadas y que redujo su diferencia de cinco puntos al único punto que separaba ahora mismo a primero y segundo en la clasificación. El Madrid se descolgó a falta de unas siete jornadas, pese a una racha impresionante con Del Bosque en el banquillo, su primera etapa, sustituyendo a Floro como interino.

Conforme se acerca el final, nos olvidamos más de bailar y beber y nos concentramos frente al televisor. Quedan cinco minutos, cuatro, tres, dos... y en una de estas Nando se echa el balón largo dentro del área y un defensor del Valencia le zancadillea. Parece penalti. Es penalti. Nos llevamos las manos a la cara mientras el fondo madridista grita enloquecido. Mi amiga se pone a llorar y se va a la cocina. No quiere verlo. En Riazor la euforia se generaliza: por fin conseguirán lo que se merecen, el sueño del equipo modesto que en tres temporadas ha pasado de Segunda División a lograr la liga.

Debería tirarlo Bebeto pero no se atreve: falló dos recientemente. Podría tirarlo Donato, pero Donato ya no está en el campo. Así que le toca a Djukic, que coloca el balón, toma una larga carrera y respira como si tuviera que meterse todo el estadio en los pulmones. Aquella respiración que no llegaba fue lo que me hizo pensar que lo fallaba. Visto ahora, de nuevo, mil veces repetido, cuando ves a alguien respirar así casi habría que dar gracias por que no se cayera redondo al suelo y el balón al menos llegara a la portería. Era una presión desmedida para un defensa central aunque fuera el defensa central más elegante que he visto en años.

Sí, el balón llegó a la portería, flojo, raso y al centro. González, héroe de un día, se hizo con él fácilmente y soltó el puño al aire como si la liga la hubiera ganado él. Aquello fue innecesario. Hay que aprender de las películas de mafiosos: allí no celebran las muertes, simplemente son parte de su trabajo. Riazor enmudeció, presidente en lágrimas incluido, y Arsenio, en rueda de prensa se limitó a decir con un hilo de voz: "Sabíamos que podía pasar esto, sabíamos que podíamos defraudarles...". Fue terrible. Durante años he lamentado haberme posicionado del lado incorrecto aquel día. Algo dentro de mí me dice que yo debería haber deseado que el Deportivo marcara ese penalti y sus aficionados tuvieran su liga.

No fue así: celebré, salté, grité y besé a mi amiga, vuelta de la cocina ya sin las manos en la cara. Los madridistas se fueron dispersando y cogieron de nuevo sus vasos. La culpabilidad no empezó hasta unos días más tarde, viendo a toda esa gente destrozada mientras el Barça celebraba lo que no era sino un título más dentro de una colección más o menos grande en aquel momento.

Afortunadamente, el destino fue propicio para el Deportivo: el año siguiente ganó la Copa del Rey en Madrid. Una final que se tuvo que jugar en dos días por la mayor granizada que yo recuerdo en mi vida: ganó al Valencia -siempre el Valencia- por dos goles a uno, el último de ellos marcado por Alfredo, que ya le había dado una Copa al Atleti cuatro años antes. En mayo de 2000, también en la última jornada, también frente al Barcelona de Van Gaal, también, creo recordar, que el día de mi cumpleaños, consiguieron su primera liga. La tan esperada liga. Luego caería una Copa y finalmente, un descenso.

Aquel título parecía cerrar un ciclo y supuso un gran alivio para todos, no solo para Djukic, también, sobre todo, para mí.

2 comentarios:

supersalvajuan dijo...

Lo recuerdo tan bien...como que estaba en la habitación de un hospital con un pijama azul después de una rinoplastia. Y lo peor es que parece ayer.

elchicoquequeriaserbreteastonellis dijo...

pues han pasado 17 años, increíble, ¿verdad? Aquello fue el ecuador de mi vida hasta ahora :-)