miércoles, 14 de septiembre de 2011

Night on earth


El mundo del taxi siempre ha sido un enorme granero de historias costumbristas, generalmente absurdas, tristes o violentas, antes y después de Robert de Niro. A principios de los 90, en España tuvimos "Taxi", con la inquietante Ingrid Rubio, y el resto del mundo tuvo "Night on earth", el relato de una misma noche desde cinco taxis en cinco ciudades distintas: Nueva York, Los Angeles, París, Roma y Helsinki. Animado por el éxito de estas dos películas, Antena 3 llamó a El Fary y le propuso hacer "Menudo es mi padre", serie antológica donde "el método farisnaski" se consagró para siempre, vean, si no, este ejemplo.

Volvamos a la realidad: "Night on earth" ("Noche en la tierra") era una película tierna y divertida, es decir, era una película triste pero no tristona, espero que se capte el matiz. Igual que no es lo mismo ser gracioso que ser un bufón, tampoco es lo mismo llorar que ir de llorón por la vida. Las cinco historias eran en aparencia distintas entre sí: en Los Angeles, la frágil Wynona Ryder, en el esplendor de su carrera, hacía de diminuta conductora mientras mascaba chicle y rechazaba ofertas de Hollywood. Tengo dificultad para aprenderme diálogos o frases de películas, pero no puedo olvidar el gesto de Wynona en plano frontal, con la directora de casting detrás, mientras decía, medio resignada, aquello de "Like Pop-eye said: I am what I am".

Lo que a mí me recordaba a Eddie Brickel, pero eso sería perderse demasiado.

La fragilidad de Ryder daba paso a la fragilidad del inmigrante de Alemania Oriental perdido en las calles de Nueva York, viendo discutir a una pareja -formidable Rosie Perez, una actriz que desapareció con la década- mientras sonreía e intentaba acelerar sin saber cómo demonios se conducía un coche americano, con sus letras, sus marchas, su universo propio. El inmigrante no se quejaba, al revés, estaba contento. Mejor Nueva York con sus calles en forma de crucigrama que Berlín Este, dónde va a parar... pero la soledad estaba ahí, detrás de cada sonrisa, de cada propina. Un hombre en una gran ciudad, un Holden Caulfield en la cuarentena arrastrando las erres.

En Europa, seguía el intimismo irónico: curiosamente el personaje más fuerte de todos es el de la ciega que se monta en el taxi de París. El recuerdo que tengo de esa chica es la de alguien que no admite bromas ni burlas. Alguien que no se rinde. El enorme conductor de Costa de Marfil había sido capaz de echar a dos ricachones borrachos pero ni siquiera se atrevía a molestar a la chica ciega que volvía a casa. Las reflexiones, como suele pasar con lo francés, en general, estaban un poco por debajo de los personajes, pero aquello funcionaba y era una especie de transición necesaria para llegar al absurdo absoluto que era Roberto Benigni en Roma.

Puede que Benigni fuera conocido entonces. Sin duda lo era, pero yo tenía 15 años, así que para mi suponía una novedad absoluta. Benigni recogía a un sacerdote en la parte vieja de Roma y lo llevaba por callejuelas estrechas, llenas de piedrecitas, dando vueltas y vueltas sin un destino claro: su conducción era como su propio lenguaje, un continuo frenesí de anécdotas sexuales a modo de confesión para no escandalizar a nadie. No solo Benigni estaba maravilloso -hablamos de 1992, seis años antes de la explosión de "La vida es bella"- sino que el recurso de guion funcionaba: un malvado anticlerical buscando avergonzar al sacerdote hubiera dejado abierto el camino para la reprimenda moral, sin embargo, Benigni lo único que busca desde el principio es el perdón, la absolución de sus pecados, y es precisamente la enumeración verborreica de todos y cada uno de ellos lo que provoca la carcajada en el espectador y el infarto en el pasajero.

Benigni sabía manejarse en el caos absurdo, probablemente nunca debió salir de ahí.

Roma era el punto alto de la película, no vamos a negarlo. Aquellos quince minutos delirantes de risas y ovejas dejaban al espectador a punto de caramelo, listo para el palo final... y el palo final era de traca: Helsinki, invierno, decenas de grados bajo cero. Un conductor hierático y una pareja de borrachos melancólicos. A uno le han echado de su trabajo. No tiene con qué mantener a su familia. Bebe como se bebe en los países del norte, por una cuestión de supervivencia. Está solo. Él está solo y su amigo está solo y el taxista está solo. Sin perspectivas de mejora.

Lo magistral de la película era la facilidad con la que la idea principal se colaba por cada relato sin necesidad de sermones: el taxi, vehículo ideal para la comunicación, copado por gente incapaz de comunicarse, gente solitaria, frágil, melancólica... lo que hacía que el espectador deseara que esos personajes nunca salieran de ahí, que no abrieran la puerta y se lanzaran al frío porque el frío iba a poder con ellos. El viaje en taxi como una tregua dentro de la batalla diaria. Como refugio nuclear. El viaje en taxi como una película que habla de viajes en taxi. El pasajero del coche como el espectador en el cine, temeroso de salir ahí afuera, al día a día, dios mío, dia a día.

El espectador frágil, solitario y melancólico teniendo que enfrentarse a las expectativas desbordadas de un país, ya por entonces, al borde del colapso. Riéndose, sí, pero sin saber muy bien por qué.

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