miércoles, 7 de septiembre de 2011

Mónica Lewinsky


El término legal era "impeachment", el de la calle era "linchamiento". Los congresistas y los medios conservadores de Estados Unidos se lanzaron como una masa enfurecida, con sus antorchas y sus tridentes, dispuestos a llevarse por delante a Bill Clinton y su moral libertina. El escándalo venía aderezado con varias figuras de melodrama: la mujer engañada que sale a la palestra para perdonar a su marido, la becaria joven impresionada por la enorme figura presidencial y el Gran Jurado, dispuesto a lo que hiciera falta para que la ley se cumpliera hasta el absurdo.

Clinton utilizaba el Despacho Oval para que su becaria le chupara la polla. Esto es así y es el único resumen posible. Luego la narrativa se desvió hacia otros lugares más literarios: ¿tenía trato de favor esa becaria?, ¿es legítimo que un presidente tenga relaciones íntimas con alguien cuyo trabajo depende de él?, ¿puede mentir un presidente y negar ante un juez que ha tenido relaciones sexuales con alguien cuando sí las ha tenido?

De todo esto, lo único mínimamente debatible es el punto dos: todos detestamos el abuso de poder y la misma idea de que ese abuso se produzca debajo de una mesa mientras se arregla (o se estropea) el mundo nos remite a películas y caricaturas que resultan muy desagradables. Pero el problema de Clinton nunca fue el punto dos sino los puntos uno y tres, particularmente el tres. ¿Qué recibía Lewinsky a cambio de sus felaciones?, y, sobre todo, ¿por qué mintió ante el juez?

Algo tan obvio como "estaba intentando salvar mi matrimonio y limpiar mi imagen pública" no cabía en el ordenamiento legal. Tardaron años pero lo consiguieron: Lewinsky se subió al estrado y habló de puros y manchas de semen, pruebas de ADN y policía científica. Era una locura pero a la vez era verdad. No habló de abusos ni de fuerza alguna sino de hechos: su semen en mi chaqueta, aquí lo tienen, investiguen.

Y, en fin, lo que Dios unió lo tuvo que separar la semántica: si Clinton había tenido relaciones sexuales con Lewinsky era un mentiroso. Algo peor, había cometido perjurio. El perjurio a su vez permitía al Congreso iniciar el famoso proceso de "impeachment" que anteriormente solo se había utilizado contra Richard Nixon y que no se llegó a terminar pues el propio Nixon dimitió. Las acusaciones de Lewinsky dejaban claro que no sólo hubo sexo sino que lo hubo varias veces.

Desolado, rodeado de su familia y aún más sonrojado que de costumbre, Clinton se limitó a decir "tuvimos sexo oral" y se quedó tan ancho. ¿El sexo oral no es una relación sexual? No. Cuando el juez le había preguntado si habían tenido relaciones sexuales él dijo que no y según él era verdad: lo único que había hecho es chupársela, punto.

Después de unos tres años de investigaciones, portadas, seriales de televisión y el vídeo mil veces repetido de Clinton bañándose en masas y reconociendo entre la multitud a su querida becaria, la cosa acababa como había empezado: en nada. Eso en lo que respecta a la Presidencia de los Estados Unidos. En lo que respecta al resto del mundo, todos nos quedamos con la sensación de que éramos considerablemente más estúpidos que tres años antes y que, probablemente, nos había tocado vivir la década más estúpida del siglo. Quizá no la más malvada ni la más cruel, pero con diferencia la más disparatada.

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