miércoles, 31 de agosto de 2011

Chiquito de la Calzada


El problema siempre lo hemos tenido los no graciosos. En la autobiografía de Amis se habla de los hombres no atractivos y las mujeres atractivas, la absoluta devoción de los primeros por las segundas y el lógico desprecio de las segundas por los primeros. Ser un hombre sin atractivo, más allá de los rasgos faciales, depende básicamente del sentido del humor, de la capacidad para hacer reír y conseguir que la otra persona se sienta cómoda a tu lado.

Chiquito de la Calzada se convirtió en el lugar común de los chicos sosos. Nosotros, compañeros de estigma. Si llegaba una fiesta de Nochevieja o una borrachera en Malasaña, ya sabíamos qué hacer: retorcernos, suspirar a gritos, modular los tonos de voz y repetir incesantemente "fistro", "cobarde", "torpedo" y ese largo etcétera que, en lugar de acercarnos a la chica, nos alejaba aún más, porque las chicas -y desde luego las atractivas- sabían perfectamente que alguien que de verdad era gracioso no necesitaba imitar incesantemente a una caricatura que ni siquiera era su propia caricatura.

Eso no quiere decir que Chiquito de la Calzada no sirviera para nada: nosotros al menos nos sentíamos importantes cuando nos empalagábamos con el tópico. ¿Qué quieren que le haga? Yo tenía 17 años... Además, los imitadores, casi siempre, y no hace falta recurrir a Florentino Fernández, un hombre que, probablemente, hace 15 años no resultara precisamente atractivo en su vida privada, estaban por encima del original. El gran éxito de Chiquito fue convertir a los demás en sus clones. Ni tenía gracia en sus chistes ni tenía un especial sentido del humor en las entrevistas.

Mi recuerdo de aquel tipo malagueño es el de alguien con una falsa sonrisa en la boca y dispuesto a rajar de casi toda la humanidad metiendo coletillas del tipo "la gloria de mi madre". Eso, entre rodaje y rodaje.

Chiquito representaba de alguna manera la España de los 90: el vacío. Entre los intensos 80 y las revoluciones por venir, nosotros estábamos ahí en medio, esperando cualquier cosa, abrazándonos a toda tendencia absurda, entre rancia y postmoderna. Tiempos de Cañita Brava y El Semáforo. El año clave fue 1993. En aquellas famosas fiestas de San Mateo creo que pasaba 10 de cada 12 horas imitando incoherencias. Las dos restante, o me emborrachaba o dormía.

Seguir haciendo lo mismo en la Nochevieja de 1994 era ridículo, pero, ya lo he dicho: los tipos sin gracia nos agarramos a cualquier cosa que por lo menos dé la impresión de que nos estamos divirtiendo. Fue un desastre de Nochevieja y culpar a Chiquito de eso sería muy injusto: compramos entradas carísimas para una macrofiesta en el Palacio de Congresos, de esas con miles de personas. Lo nuestro era una apuesta por la estadística: si hay 3.500 chicas... mal se nos tenía que dar.

Y se nos dio mal, muy mal. Las bebidas se acabaron a la hora y media, la música era una mezcla de pop adolescente -Celtas Cortos, Héroes del Silencio, Seguridad Social...- con inicios de lo que sería el "nuevo house" de mediados de la década con su "I like to move it, move it" o "Eins, zwei, polizei". Muchachos borrachos con su punto de agresividad y dos chicas preciosas de las que yo andaba enamorado porque yo siempre, en cualquier circunstancia, me enamoro de dos mujeres a la vez. Supongo que es como el que ficha un centrocampista cuando ya tiene otros cuatro en su posición: una cuestión de inseguridad.

Mis amigos y yo, torpes albóndigas en remojo dentro de aquel contexto irreal, nos llevábamos la mano a la espalda, fingiendo ciáticas adolescentes y adelantábamos la mano derecha en un gesto medio italiano mientras nos regodeábamos en el "No puedorrr, no puedorrr". Las chicas -cómo culparlas- se fueron con otros, dejándonos con nuestra estúpida corbata, nuestra estúpida chaqueta manchada de vodka, sentados y derrotados como guerrilleros bosnios en el pasillo de entrada y consolando al hijo del dueño del Barclays Bank, al que la noche le había ido tan mal como a nosotros aunque su atractivo probablemente fuera por otra dirección.

En fin, para ventaja de todos, Chiquito desapareció. En su lugar aguantó un par de años Lucas Grijánder y al de la Calzada le dio un ataque de cuernos importante, demanda incluida. Puede que la sociedad como tal hubiera podido aguantar esos chistes y poses un tiempo más, pero a nosotros nos habría rematado en la cuneta. Lo que no quiere decir, en absoluto, que desde entonces las cosas hayan mejorado: lo último parecido al sentido del humor que recuerdo es la imitación compulsiva de Andrés Montes. Lucía me miraba como un loco y eso le hacía gracia porque Lucía tampoco era una chica atractiva.

Y porque, probablemente, yo fuera un loco.

1 comentario:

Lily dijo...

Que recuerdos...