martes, 2 de marzo de 2010

El Mundial de Julio Salinas


No sabíamos si ir con España o no. De verdad que era un problema porque nosotros siempre habíamos querido que ganara España, sin preguntarnos muy bien por qué, pero ahora éramos adolescentes rebeldes y nos parecía que nuestra posición estética debería ser la anti-españolista en todos los frentes: política y fútbol. Así que España fue pasando rondas de aquel Mundial ante nuestra indecisión y un entusiasmo reprimido.

Por ejemplo, el primer partido fue ante Corea del Sur una madrugada. España empezó ganando 2-0 y tenía el partido controlado. Hasta ahí, justo es reconocerlo, habíamos disfrutado; desde ese momento, empezamos a coquetear con el fracaso y decidimos apoyar a Corea como el que apoya a un boxeador mareado, es decir, sin sentir la amenaza. Quince minutos después, el partido acababa en empate y nos mirábamos con caras extrañas, como si hubiera sido culpa nuestra.

Fue el Mundial de las perillas. Para muchos de mis amigos, dejarse una perilla era simplemente un sueño imposible a los 16-17 años. Yo creo que podría haberlo hecho, pero por entonces me afeitaba cada mañana y me apretaba con un pañuelo los cortes en el Metro. Qué típico, todo. Nuestro héroe era Caminero. Más aún que Guardiola. En aquel momento no estaba claro si Guardiola servía para la selección o no. Demasiado flojo, decían, como dirían años después de Xavi. Clemente prefería colocar a Nadal y a Hierro organizando el juego y a Luis Enrique de media punta. Como extremos, jugaban dos laterales: Goicoechea y Sergi. A veces, el delantero era Salinas y a veces no había delantero.

Contra Alemania empatamos a uno. No recuerdo haber visto ese partido, envuelto en esa estética de desprecio a mis propias pasiones. Sí vi el de Bolivia (3-1), que nos clasificaba para octavos. Guardiola marcó de penalty y por las mañanas -ya estábamos de vacaciones- quedábamos en casa de C. a jugar a las chapas con garbanzos y porterías en forma de manos. Cuando repartimos selecciones, yo me quedé con Italia. Mi jugador favorito, con diferencia, era Roberto Baggio.

La eliminatoria contra Suiza fue un paseo. Tres a cero y euforia desmedida. A la Cibeles le robaron un brazo y luego se lo devolvieron. Desde entonces, decidieron vallarla. He de insistir en que, aunque esté utilizando el plural continuamente -"ganamos, empatamos, nos clasificaba..."- en realidad seguíamos sin tener muy claro a qué grupo pertenecíamos, si al de los entusiastas o al de los tacañones. Los aguafiestas.

Para que la cosa cambiara nos tuvimos que ir a Lisboa. Yo no quiero decir que mi adolescencia fuera un desastre porque no lo siento así. Otra cosa es que se juntaran una serie de coincidencias desgraciadas. Por ejemplo, que uno vaya de viaje de verano a Lisboa en busca de sol, chicas y atmósfera romántica y acabe en una pensión de putas del barrio de Intendente, bebiendo con marineros españoles y corriendo para no pagar en los bares de alterne del Barrio Alto. Yo sé que Lisboa es una ciudad preciosa y mágica igual que sé que en la frontera del Estado de Nueva York con Canadá hay unas cataratas. Pero yo no las he visto.

Ni siquiera vi a las putas si quieren que les sea sincero. Aquello no tenía nada de Holden Caulfield. Pasamos un par de días en Cascais, con intoxicación etílica incluida y cuando volvimos, sin vuelta a Madrid cerrada, decidimos quedarnos otra vez en la misma pensión de Intendente. Creo que costaba 1000 pesetas la noche y, sinceramente, no estaba nada mal. Ahí vimos a Bulgaria tumbar a Alemania y a Brasil ganarle a Holanda con gol agónico de Branco. El dueño de la pensión nos contaba historias: Iordanov, por ejemplo, jugaba en el Sporting de Lisboa en un puesto y en la selección búlgara en otro. Apasionante. Iba y venía por el salón, como si nos vigilara, pero en realidad todos pensábamos que se aburría, sin más.

Nosotros también, cómo culparle.

Fue en ese Brasil-Holanda, justo tras el 3-2, que el tipo se echó las manos en la cabeza y dijo en una especie de portuñol: "A ver quién aguanta ahora a las putas" y resultó no ser un eufemismo. Las putas, en el barrio de Intendente, eran brasileñas y vivían en el piso de arriba y desde el salón de la planta baja se las oía celebrar.

Justo después empezaba el España-Italia. "España y Portugal, hermanosh", nos decía el dueño con sus gafas torcidas y su aire de proxeneta venido a menos. Lo vivimos por todo lo grande, sin complejos. En España nos resultaba estéticamente complicado apoyar a la selección, pero en Portugal... ¿quién vigilaba en Portugal? Nadie.

En la primera parte marcó Dino Baggio. Tras el descanso empató Caminero, que, no sé por qué, empezó de suplente el partido. A cinco minutos más o menos del final, Julio Salinas se quedó solo ante Pagliuca y se la tiró al cuerpo. Dos jugadas después, Roberto Baggio sorteaba a Zubizarreta y Abelardo no podía evitar el 2-1.

Fue una catástrofe. Jugamos como nunca y perdimos como siempre. Esa, en general, era nuestra frase preferida.

Reaccionamos como pudimos. Recuerdo una tarde-noche lánguida buscando la Embajada de Italia para tirarle piedras igual que Tassotti había tirado codazos a Luis Enrique. Detestábamos a Luis Enrique pero era nuestro Luis Enrique. Vagamos por multitud de cuestas con raíles. Vimos un castillo a lo lejos. El agua que brillaba era la del Tajo. Mi hermano y yo decidimos irnos al día siguiente. Llevábamos demasiado tiempo esperando algo que no llegaba y no era una edad a la que uno perdiera los días con gusto.

En el tren de vuelta -un tren caro, no había autobuses ese día, nos dio igual, aquello era una fuga en toda regla- nos enamoramos de tres hermanas. Diría que se llamaban Bárbara, Carla y Paula. No las volvimos a ver. Baggio acabó fallando el último penalti de la final y Brasil se llevó el título.

Pero eso ya lo saben.

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