miércoles, 27 de abril de 2011

Prince -Sexy Motherfucker



Así que Prince se dejó de ñoñadas, palomas que lloran, lluvias púrpuras y demás artificios y se puso guarro, muy guarro. Ya en "Kiss" y "Batdance" había un punto medio house, medio erótico, de discoteca sudorosa y cuerpos buscándose, y a partir de ahí no hubo quien le frenara. "Diamons and Pearls" era un disco sucio, directo, con una canción como "Gett off" en la que se habla de fantasías sexuales, juegos eróticos, cremalleras rasgadas, vestidos cortos, amor junto a los parkímetros... Una canción que, además, fue el single por si acaso pasaba desapercibida.

Luego llegó "Cream", algo más sutil si quieren, pero igualmente al grano: "You´re filthy cute and baby you know it" y de tanto follar al hombre se le cayó el nombre y se quedó en un símbolo. El símbolo del amor. El símbolo de la cópula, vaya. Menudo artesano de la cópula estaba hecho el Prince... Y, mientras, Madonna montándoselo con Cristo, sacando libros explícitos y vistiéndose de amante sado en sus videoclips. Los inicios de los noventa fueron realmente tórridos en la música comercial, hasta el punto de que una canción llamada "I wanna sex you up" -y, por lo demás, bastante ñoña- fue un bombazo espectacular en Estados Unidos.

Por cierto, el tercer single de aquel disco se llamaba "Peach" y tampoco era canción protesta, créanme. No estoy diciendo nada negativo, creo todavía que aquel disco es de lo mejor de la década. Tiempo de raperos y bandas y fiestas privadas. Coleteos de los ochenta pero sin aquella impostada inocencia. El paso de la heroína a la cocaína y de la cocaína al éxtasis, en definitiva.

Como "Love symbol" o, más pedantemente, "el artista antes conocido como Prince", sacó una canción que terminó de escandalizar a todo el mundo. Se llamaba, ya lo imaginarán, "Sexy motherfucker", y, por supuesto, iba de una tía con un culo tremendo y perfectamente copulable, si la palabra existiera. Las cadenas de radio y de televisión se quedaron sin saber qué hacer: aquello vendía, el artista era muy famoso aunque parecía algo pirado, y el vídeo era casi una película, en la moda de Michael Jackson, ¿cómo silenciarlo? Con una versión "oficial" -y con esto me refiero a la versión de la MTV- bajo el nombre de "Sexy MF" y en la que se silenciaba debidamente el "motherfucker". Así, la cosa quedaba en una especie de "You sexy mmmmmmm".

Prince siguió farruco una temporada, aunque recayó en ciertos manierismos. Por ejemplo, con "The most beautiful girl in the world", que fue una gran excusa para sacar a un montón de pibones en un solo vídeo -incluyendo a la guapísima Paz Gómez- aunque el título fuera horrendo y cursi. Después, le perdí la pista. Sé que tuvo problemas con su discográfica, Warner, logró la emancipación, creó su propio sello, se medio arruinó, volvió a firmar otro contrato, esta vez, Arista Records y justo en 2000 se le bajó la erección, se dejó de símbolos y volvió a retomar su nombre de nacimiento.

Porque, no sé si lo saben, Prince no se hacía llamar Prince. Se llamaba Prince. Y así podríamos seguir hasta nuestros días pero eso sería meterse en otra década, con lo que será mejor dejarlo aquí y si tienen dudas, pues ya saben, la Wikipedia.

jueves, 21 de abril de 2011

Martín (Hache)


El cine argentino y su fascinante estética del perdedor, de sueños rotos, de represión de los instintos nobles, de falta de pertenencia, de lágrima fácil, de mate y charla amistosa, de reconocimiento entre iguales, de resistencia pasiva -generalmente pasiva, el cine argentino es más bien pasivo, pero a veces...-, de melodrama, de psicodrama, incluso, más o menos barato. Sus libreros, sus carreras bajo la lluvia, sus frases lapidarias, su nostalgia de lo que no pasó nunca, su farfullar... Que Ricardo Darín, un actor al que es imposible hacerle vocalizar, simbolice en la actualidad el cine argentino lo dice todo: las palabras se arrastran cansadas, entre dientes, se desajustan al tocar la realidad...

Ahora es Campanella, un tipo al menos romántico, pero antes era sobre todo Aristaráin, un hombre más contundente, en pareja con Federico Luppi, la contundencia personificada. La estética era la misma pero más agresiva, sin farfulleos más que en las noches de borrachera. El cine argentino y sus borracheras, se me olvidó mencionarlo. Repasen los adjetivos: ¿qué separa el cine argentino de la adolescencia? Nada. Absolutamente nada. Autocomplacencia y autocompasión. Vi "Un lugar en el mundo" a los 16 años y obviamente me encantó. Hasta las trancas.

¡Ah, la lucha contra la injusticia!

En España, resumiendo de manera un poco grotesca, los dos grandes éxitos fueron "Martín (Hache)" y "El hijo de la novia". Cada uno en lo suyo, pero con los anteriores puntos en común: amistad traicionada, amistad incondicional, nosotros frente a ellos, psicodrama de grupo, un largo etcétera. "Martín (Hache)" me gustó más aún que "Un lugar en el mundo", un poco menos que "El lado oscuro del corazón", que, sí, era más pedante, pero al menos también era más cínica y divertida y dejaba a la poesía en su lugar natural, esto es, los burdeles.

"Martín (Hache)" contaba con un reparto sensacional. Federico Luppi, de nuevo, y Juan Diego Botto, línea dura, haciendo de padre e hijo con una relación muy complicada. Luppi se niega a aceptar el futuro, el relevo, y Botto se pierde en la aceptación del padre dentro de una cadena de autodestrucción. Hasta aquí, todo Freud, pero efectivo. En medio quedaban Eusebio Poncela, de vuelta al cine después de un propio infierno personal, en el papel del "amigo-excéntrico-incomprendido-al-que-no-hay-que-traicionar-nunca-porque-la-amistad-y-los-valores-están-por-encima-de-todo-especialmente-del-dinero" y la excelente Cecilia Roth haciendo de La Maga, versión cocainómana: tonta, pero de buen corazón; maltratada, pero dispuesta a morir por la inteligencia de su amado.

En mi imaginario cultural argentino solo caben dos mujeres cabales: Matilde Urbach y Talita Traveler. Obviamente, esta distinción también es grosera y revisable.

La combinación funcionaba. No me atrevería a verla quince años después y por lo que estoy comentando no da la sensación de que si la viera me fuera a gustar. No crean, yo hablo mucho y luego pedaleo muy poco, es decir, estoy poniendo a parir una película que me encantó y que es probable que me volviera a encantar porque uno es un cabrón pero un cabrón con sentimientos, che. Y una película que deja una frase para la posteridad cada tres minutos es una película que te agota o te enamora. Yo tiendo a lo segundo, al fin y al cabo sigo siendo -como Aristaráin, como Campanella, como Darín, como Luppi...- un adolescente.

miércoles, 13 de abril de 2011

Arvydas Sabonis


Me enamoré de Ana a los 9 años, quizá 10. Era un amor infantil entregado. Pasaba las clases de matemáticas mirándola fijamente y escribiendo su nombre en cuadernos. Lo mío fue un amor de niña, más que otra cosa. O de niño de película de Medem. Era muy guapa o a mí me parecía muy guapa y tenía ese punto frágil, inocente, que marcaría el resto de mis elecciones. Ana no me hacía mucho caso, tampoco la culpo, yo era un niño algo repelente, con inicio prematuro de bigote y el consiguiente acné. Hicimos un concurso a ver quién era el más feo de la clase y lo gané. No, ni siquiera lo gané, quedé segundo, aún más triste. Sin premio ni nada.

Ana y yo tuvimos nuestros momentos conforme fui aparcando complejos y empecé a creerme algo parecido a un tipo carismático, el clásico tipo que acaba teniendo dos blogs en plan "cómo molo". Pasamos un día maravilloso en el Parque de Atracciones ya con 14 años, íbamos juntos al cine, a ferias de discos antiguos -ella no conocía la mitad de los grupos, yo iba de pregrunge instruido y pedante- e incluso a conciertos de Joaquín Sabina con sala VIP incluida.

Seducir a Ana. Aquello fue tan agónico como uno puede imaginar a los 16 años. Cualquier conquista que dura 7 años, reconozcámoslo, es la historia en capítulos de un prolongadísimo fracaso. Su padre era del Estudiantes, yo era un demente de pro, así que la invité a un partido, puede que a más. El que recuerdo era de la Euroliga de 1992/93, el año después de Estambul y nos enfrentaba al Real Madrid en el campo del Real Madrid, que era el nuestro pero cambiaba nuestra ubicación y nuestra sensación de peligro: nos llevaban a una esquina y nos tiraban bolas de acero.

Ese no fue un día especialmente peligroso. Recuerdo la euforia de los dos primeros cuartos: Herreros, Winslow y Cvjeticanin enlazando triple tras triple para ponernos diez, quince puntos arriba. Excusas para abrazarse, para tocarse... entonces apareció Arvydas Sabonis y mandó parar.

¿Acabó Sabonis con mi primer amor adolescente? No diría tanto, pero desde luego acabó con el partido. Empezó a coger todos los rebotes, dar asistencias a quien las quisiera y tirar triples como un alero. Él solito remontó el partido y nos dejó sin final apoteósico, beso bajo los focos, vuelta a casa de la mano, todo lo habitual en las películas de serie B americanas.

Nunca se lo tuve en cuenta.

Sabonis tenía que ser el antihéroe. Jugaba en el equipo al que odiábamos y además le hacía ganar. Pero era tan bueno. Nunca, en toda mi vida, he visto un jugador mejor sobre un campo de baloncesto. Completamente cojo pero impresionante. ¿Nos metíamos con él? Sí, pero sin convicción. Nadie odiaba a Sabonis, era imposible. Nos gustaba el baloncesto, lo jugábamos todos los días en el Ramiro de Maeztu, en los recreos y en las pellas. ¿Cómo odiar a ese tío? Era un mago, era sencillamente imparable, y sobre todo era elegante.

Los insultos, para Arlauckas. Los aplausos, o cuando menos el silencio, que es casi una muestra de mayor respeto, para Sabonis.

El lituano había empezado su leyenda en los 80: iba para mejor pivot de la historia pero se rompió tobillo y rodilla. Varias veces. Le convirtieron en una especie de Robocop que ya no corría contraataques ni machacaba saltando desde cuatro metros del aro. Eso midiendo casi 2,20. Ganó los Juegos Olímpicos del 88 y su Zalgiris mantuvo una pugna a final de década con la Cibona de Petrovic. Tal para cual. En 1990 llegó al Forum Filatélico de Valladolid. Nadie quiso apostar por él con ese físico.

Dos años después se lo rifaban.

Y ahí estábamos Ana y yo, nuestras entradas carísimas y el entusiasmo congelado, viendo a aquel monstruo hacer lo que quería con nuestro equipo. Cualquier cosa. Ese año llegarían a la Final Four pero perderían con el Limoges, a los dos años se vengaron y consiguieron el título. Sabonis se piró a la NBA y deslumbró a todos. Fue Novato del Año con 31 palos, ahí queda eso. 31 palos y los tobillos ya destrozados. Daba igual. En Portland era el pivot listo que intimidaba y tiraba de lejos y repartía juego desde el poste alto. Un poco como Divac.

Sinceramente, daba pena verle hacer de Divac a un tío tan superior a Divac. Muchos años después, en 2005, entrevisté a Pepu Hernández. Esto fue justo antes de que fuera campeón del mundo con la selección, recién nombrado entrenador. Le hice una pregunta solo para poder sentirme tranquilo: "¿Cuál es el mejor jugador al que te has enfrentado?" Dio muchas vueltas porque Pepu es un tipo prudente y elegante. Yo le esperé lo suficiente, fijé la mirada y acabó diciendo lo que quería oír: "Sabonis".

Las cosas con Ana dieron algunas vueltas, se estabilizaron en una paz aceptable y once años después acabaría en su boda. El año que Sabas volvía a Europa para retirarse plácidamente en su equipo de siempre.

viernes, 8 de abril de 2011

Contacto con tacto


El objetivo es que todas las chicas quieran acostarse contigo y que todos los chicos quieran que seas su mejor amigo. A mí no me hubiera importado ser el mejor amigo de Bertín Osborne, desde luego, aunque ya soy bastante amigo de Patricio Barandiarán y no sé si ya sería todo un poco demasiado. El caso es que el cantante-showman copaba todo el programa con una personalidad arrolladora, una sonrisa constante de hombre desfasado, repatingado en su sillón y con pinta de ir con un pedo sublime.

"Contacto con tacto" pretendía ser un programa de "busco pareja" pero se fue de las manos. Se convirtió en un desmadre nocturno, casi de madrugada, en el que Osborne coqueteaba abiertamente con las chicas mientras guiñaba ojos cómplices a los concursantes, como diciendo: "Tranquilos, que lo hago por vosotros". Solo que uno sabe que un tipo como Bertín Osborne, con una hembra de por medio, nunca va a hacer nada por ti.



El método era sencillo: una mezcla entre el rollo clásico "Amor a primera vista" de cita a ciegas y el tronismo actual de sucesión de encuentros en busca del amor definitivo. En aquel programa (1992-94), dos chicos o dos chicas tenían que quedar con tres chicas (o tres chicos) y luego contaban su historia en titulares. Se la contaban a Bertín y el juego era adivinar quién había dicho cada cosa y ahondar en el conocimiento mutuo, por supuesto.

Bertín pasaba de todo. No le podía importar menos. Parecía que se iba a poner a cantar una ranchera en cualquier momento. Efectivamente, era nuestro ídolo. Aparecía por ahí cualquier pibón con actitud o cualquier macarrilla de barrio y se los llevaba por delante. En "El Informal" se agotaron a imitarle porque era una caricatura, pero una caricatura divertida, empezando por lo ridículo del título.



Fue su gran momento de gloria y el paso a Antena 3 para presentar todo tipo de formatos le tiró para abajo. Antena 3 era demasiado mojigata por entonces. Bertín Osborne solo recuperó parte de encanto cuando se dedicó a pasarse por el plató de "Tómbola" semana sí, semana no, a no contar nada pero seguir sonriendo, ir pasado y quedarse con todo el mundo. Si no es un tipo tremendamente listo, a mí siempre me lo ha parecido.

Y, cojones, sí, me caía bien, ya lo he dicho. Me hubiera montado en su limusina rodeados de supermodelos mientras preparábamos una fiesta en Miami Beach. Y que digan lo que digan los demás.