Gianni Bugno rodaba imperial con su jersey tricolor, blanco, rojo y verde, completamente acoplado a la bicicleta. "Parece que no se mueve", decían los comentaristas y era verdad: el fondo iba cambiando, centelleante, pero Bugno apenas movía el tronco, la cabeza, un delicado pedalear como único signo de vida.
Bugno era Federer. Un Federer perdedor, si quieren. Un Federer que tuviera que jugar cada torneo contra Rafa Nadal. Bugno iba a comerse el mundo en 1990, cuando ganó el Giro de Italia siendo líder desde la primera jornada a la última, y fue Induráin y se lo merendó. En medio quedaron varios campeonatos de Italia y algún campeonato del Mundo, etapas en todas las grandes vueltas, varias clásicas, decenas de carreras de una semana y al menos un par de victorias en Alpe D´Huez.
Simplemente, al italiano le tocó nacer en el momento equivocado.
Bugno no se entiende sin Induráin como no se entiende sin Chiapucci. Los tres ocuparon el podium en el primer Tour del navarro y lo ocuparían -cambiando el orden de los italianos- en el segundo. Donde Chiapucci era garra, trampa, vendetta, locura, demarraje sin sentido en el avituallamiento, guerra de guerrillas, mourinhismo... Bugno era clase y cerebro, calculadora y aguante. La capacidad para no descomponerse nunca, incluso cuando se quedaba atrás y parecía que los demás estaban siendo descorteses con él, que lo suyo era ir a ese ritmo y no correr como locos cuesta arriba, con lo que eso cansa.
Por supuesto, a estas alturas se habrán dado cuenta de que yo era un fanático de Bugno. No tanto como para desear que le ganara el Tour a Induráin pero sí como para apostar por él en las porras que siempre perdía. La gran esperanza, el gran sucesor. Dicen que después de perder con Induráin el Tour del 91 y tras la exhibición de Miguel en el Giro del 92, Bugno contrató a un psicólogo para vencer sus complejos y llevarse por delante a su némesis. Aprender a confiar en uno mismo, el eterno problema del niño prodigio, del
fuoriclasse a quien devastan las expectativas, incapaz de agradar a nadie y mucho menos agradarse, eso por descontado.
La anécdota del psicólogo de Bugno llegó hasta el punto de que después de una de las exhibiciones contrarreloj de Induráin, puede que fuera en Luxemburgo, puede que fuera en Bergerac, Forges sacó una viñeta memorable en la que un hombre con los pelos erizados y ojos fuera de las órbitas, párpados caídos, fuera de sí, miraba al infinito. "El psicólogo del psicólogo de Bugno", ponía.
Ya ven, él se buscaba un terapeuta y el Gatorade le fichaba a Laurent Fignon. Penélope tejiendo y destejiendo.
Tenía que ser complicado: a Bugno se le quería poco por ser Bugno -aunque los tifosi llenaran las carreteras de Sestrières con sus pintadas: "Bugno, facci sognare; Bugno, facci sognare- y se le despreciaba por no ser Induráin ni ser Chiappucci. Tuvo tres Tours soberbios -1990,91 y 92- y ya lo dio por imposible. Dejó al psicólogo y creo que se divorció, aunque esto último igual me lo estoy inventando. Siguió corriendo hasta 1998, con 34 años. Su última gran ronda fue la Vuelta a España de ese año,
la Vuelta del Chava y Olano.
Bugno se dejó ver, elegante y ausente, misterioso, ganó su etapita de veterano y colgó la bicicleta. Su reino no era de este mundo.