miércoles, 26 de octubre de 2011

The Verve- Bittersweet Symphony


Dos ideas brillantes y el mejor momento posible. La primera, por supuesto, el sample de "The last time" de los Rolling Stones, esas cinco notas repetidas hasta la obsesión por una orquesta, machaconamente, sin que puedas deshacerte de ellas en ningún momento, solo es pensar en la canción, en que vas a tener que escribir sobre la canción y ya están las notas ahí, persiguiéndote. Prueben ustedes. Silben algo ahora mismo, a ver qué les sale.

La segunda idea brillante: el vídeo. Richard Ashcroft, con su aire de chico malo del brit pop, se coloca en la marca frente al semáforo y arranca lo que pretende ser un plano secuencia de casi cinco minutos, andando siempre de frente, esquivando y chocando, un kamikaze urbano, un hombre que va recto hacia no se sabe dónde, la firmeza, la estética, antes que cualquier otra cosa. El sentido por encima de la dirección. Aquí estamos, entretennos.

Y luego está el momento, claro. 1997. Las guerras del "brit pop" entre Oasis y Blur ya han aburrido a todo el mundo. Ellos están madurando y destrozando hoteles y los demás nos hemos quedado un poco huérfanos de nuestra ración de desencanto. Ahí entra The Verve: "It´s a bittersweet symphony, that´s life...", que es un topicazo como una casa pero no deja de ser efectivo, sobre todo cuando ves a la sinfonía en movimiento, andando impertérrita hacia ti, cantando compulsivamente: "No change, I can´t change, I can´t change, I can´t change...", que es algo que un adolescente siempre querrá oír porque de alguna manera le legitima.

Ashcroft supo contactar con la generación de veinteañeros-treintañeros a los que el sentido común les venía un poco grande. Los peter panes. Toda esta generación de los 70 es una generación de peter panes, esto es así. La realidad te pide que cambies y tú buscas una excusa y si esa excusa es un estribillo, mucho mejor, por supuesto. Era la única canción que le gustaba a mis amigos siniestros y tiene su lógica: aquello era mucho más que la banda sonora de una tribu urbana, era la banda sonora de cualquier tribu urbana, casi por definición.

Digan lo que digan los demás.

También tenía su parte mala, por supuesto. En mi caso, por ejemplo, 20 años cumplidos aquella misma primavera, primer viaje "de novios", precisamente a Londres, donde la canción -y el "OK Computer" de Radiohead- estaba hasta en la sopa, la idea de cambiar de grupo me daba una pereza enorme. Mis gustos eran mis gustos eran mis gustos. Que el segundo single de aquel disco se llamara "Drugs don´t work" no ayudó nada. Y no sé si pretendía ser irónico o moralista. Autocompasivo o autodestructivo. Simplemente es un título de bajón y uno no va por la acera estampando ancianitas y skinheads contra las paredes para acabar melancólico en un "chill-out" meditando sobre tu extraña relación con la heroína.

Eso lo puede hacer Nacho Vegas, pero Nacho Vegas nunca se pondría una cazadora de cuero.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Las futbolecciones de Jorge Valdano


Siempre ha habido algo extraño en la relación entre Jorge Valdano y el fútbol como deporte a la antigua: aquellos estadios de Las Gaunas, Atocha, Carlos Tartiere... el barro manchando las medias y las camisetas de los jugadores y el argentino impertérrito gritando en la banda "toque, toque, toque" con Ángel Cappa al lado mesándose el bigote. El lugar natural de Valdano, delantero centro de choque y remate en su momento, parecía más bien la cátedra. Se sentía cómodo. Se le daba bien.

Atizarle ahora a Valdano parece fácil porque se ha convertido en el antihéroe dentro de la narrativa del antihéroe, es decir, una némesis al cuadrado. Sin embargo, en 1994, Valdano era un hombre de un prestigio enorme: no solo había salvado al Tenerife del descenso en su primer año sino que le había llevado a Europa el año posterior y se había defendido muy bien en la UEFA para ser un equipo que aparecía poco menos que de la nada.

Un año después, ganaría la liga cómodamente con el Madrid rompiendo cuatro años de dominio barcelonista, 5-0 incluido. Era el rey del mundo.

Sin embargo, incluso entonces había un punto de distancia infinita entre la realidad y Valdano. El fútbol entendido como plan quinquenal: su empeño en apartar a Zamorano y a Amavisca del equipo hasta que se dio cuenta de que el equipo no era nada sin Zamorano ni Amavisca. Valdano, como decía Manuel Jabois en aquel memorable artículo sobre Xavi y el Barcelona actual, no solo necesitaba ganar sino necesitaba poder explicártelo. Sin narrativa no había triunfo real.

En ese sentido, su apogeo llegó en el verano del Mundial de Estados Unidos. Un equipo de TVE se desplazó a Tenerife a grabar unas sesiones de entrenamiento con juveniles de Valdano y Cappa. En un ataque de modestia lo llamaron "futbolecciones". La verdad es que aquello era la hostia, más que nada porque los mini-reportajes de cinco o diez minutos te llegaban en medio de un Bolivia-Corea del Sur con siete medio centros defensivos y te parecía que te habías equivocado de canal.

Clemente en el banquillo y Valdano en la televisión. El orden de las cosas.

Recuerdo algunas de aquellas "futbolecciones" con cariño y creo que coincidía en todas ellas: la ubicación del delantero, el achique de espacios, el concepto del toque y el equipo como "once jugadores y no diez jugadores y un portero". Cada frase tenía la contundencia de cualquier frase pronunciada por un argentino y su estética. Todo en Valdano es estética hasta sus últimas consecuencias. De ahí, probablemente, que al primer fracaso se borrara del mapa táctico.

Alguien debería recuperar esos reportajes, esos "toco y me voy" de cinco minutos. Aunque solo sea para poder leer los cientos de mensajes de la yihad mourinhista al respecto. Toque, toque y toque. Por lo que veo no están ni en YouTube. Qué desprecio a la belleza, a la nostalgia, a mi hermano y yo borrachos en Villalba pasándonos una lata de Coca-Cola con los pies imitando acento porteño.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Amo tu cama rica


Madrid después de los 80. La nueva ola de la nueva ola. La nueva resaca, más bien. Pedazos de realidad y hombreras desperdigadas por la calle. Historias de amor confuso en bares donde la decadencia ya era un hecho, donde la diversión se había convertido en un hablar pastoso y una delgadez preocupante. Ariadna Gil. La bellísima Ariadna Gil con ese gesto post-adolescente de disgusto permanente, sonrisa  forzada, invitación a un coqueteo que ella no va a empezar, pero quizás tú, si tienes suerte...

Ánimo, valiente.

El valiente era Pere Ponce. En los últimos años se ha dedicado a hacer de cura, pero a principios de los 90, Ponce simbolizaba al nuevo seductor, es decir, a Peter Pan. Ponce viviendo con su familia, conquistando mujeres con chistes espantosos pero cándidos y bajando los ojos para seducir a Gil o a Penélope Cruz cuando Penélope Cruz recién salía de Alcobendas.

Había motivos para identificarse con Ponce igual que había motivos para identificarse con Gabino Diego, aunque yo siempre vi en el humor de Gabino Diego una cierta incomodidad, como si no pudiera quitarse de encima el papel de hijo y nieto de Galvanes, y tuviera que recurrir a la sobreactuación. En Ponce incluso la sobreactuación, cuando llegaba, era enternecedora. Un osito de peluche. Eso era Pere Ponce en la disipada vida de Ariadna Gil, escenas de cama con hermano y desayuno familiar.

La torpeza de Ponce. La fingida torpeza de Ponce. Siempre me han encantado los torpes que no saben que  no son torpes, probablemente porque ese sea mi caso. Gente que no controla su poder, simplemente, y acepta la derrota y luego cuando gana, ¿qué puede hacer? No acudir a citas, entrar en pánico, vagar por discotecas... Martínez-Lázaro y su visión del amor juguetón, de debajo de las sábanas. Un amor romántico, sin duda, de soñadores, y por la misma razón, un amor cruel al borde de lo kamikaze.

"El columpio", por ejemplo. Hay una línea que se puede seguir perfectamente en el cine romántico español de principios de los 90, un cine excelente que por alguna razón desapareció en cuanto desaparecieron Gabino Diego, Pere Ponce y Jorge Sanz y murió el nunca suficientemente valorado Cassen. Ellas supieron cambiar de registro. Ellos, no; tuvieron que recurrir a monólogos, sotanas y series narrando su autodestrucción.

Volvamos a la línea romántica de los 90: en 1991, Martínez-Lázaro estrena "Amo tu cama rica" descubriendo a Ariadna Gil y a Pere Ponce. En 1992, Álvaro Fernández Armero rueda "El Columpio", excepcional cortometraje con la propia Ariadna Gil y el sorprendente Coque Malla, hasta entonces cantante de Los Ronaldos, macarra reconvertido en niño bueno y tímido que no sabe expresar sus sentimientos. En 1994, la eclosión: Martínez-Lázaro rueda "Los peores años de nuestra vida" uniendo a Gil con Gabino Diego y Jorge Sanz, un menage-a-trois delicioso, Armero dirige a Coque Malla y Penélope Cruz en "Todo es mentira" y Colomo rescata a Cruz para unirla a Ponce en "Alegre ma non troppo".

Y tras la eclosión, el silencio. O algo peor que el silencio, algo parecido a Juanjo Puigcorbé o Aitana Sánchez-Gijón.

Se rompió la narrativa adolescente. De golpe. Como si Madrid solo pudiera seguir entendiéndose en clave ochentera, en clave "Opera Prima", aunque fuera en sus estertores. Era fácil narrar la historia de esas flores temblorosas entre el horror del reflujo, pero cuando esas flores ya empezaron a marchitarse no hubo manera de crear un relato propio. El otro día lo hablaba con unos amigos: no hay un relato propio de los 90. No hay una narrativa. Quizá pueda haberla en Barcelona, no lo dudo, desde luego en Valencia, una narrativa de polígonos, discotecas de hormigón y fiestas rave en los aparcamientos. Pero lo más cercano a una narrativa sólida del Madrid de los 90 fue lo que hizo José Ángel Mañas: cinismo, desesperación, nihilismo y tontería, mucha tontería.

Incluso Ray Loriga parecía avergonzado de tener que vivir en la década estúpida.

"Amo tu cama rica" era la última sonrisa de los tiempos de Colomo, Trueba y compañía... la risa tonta que se queda después de una noche de borrachera a punto de terminarse. El canto de cisne de Peter Pan. Las películas de Martínez-Lázaro, las de Fernández-Armero nos ayudaban a pasar el trago, esas horas incómodas desde que te echan del bar a patadas hasta que amanece por fin y abren el metro para volver a casa. Volver a casa. En los 80, solo mencionar esta frase provocaba un ataque de angustia. En los 90, tengo la sensación, empezó a ocurrir todo lo contrario: por lo menos ahí, en principio, nadie podía hacerte daño.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Thomas Muster


Thomas Muster era mourinhismo puro. Mourinho antes de Mourinho. Mourinho en los tiempos de Capello. El hombre que encontraba a su rival  mirando el cuadro de un torneo con mimo y le decía "no pierdas el tiempo, no vas a pasar del primer partido". Muster era ante todo un tipo duro. Sin ser un tipo duro no se hubiera recuperado de un atropello que casi le cuesta la carrera ni se hubiera especializado en la superficie más agotadora físicamente: la tierra batida.

Supongo que Muster seguiría los habituales protocolos de cortesía pero era la clase de tipo al que no te imaginabas pidiendo perdón por tocar la red o darle a la pelota con el marco de la raqueta. Uno de esos jugadores que si perdía un partido podía dedicarse a meter el dedo en el ojo del contrario, el juez de línea y algún recogepelotas despistado.

Thomas Muster. Tiene nombre de testimonio de "La hora chanante".

Un repaso a su carrera: Muster fue un jugador competitivo desde 1986 a 1998, fechas de su  primera y su última final en el torneo. Doce años de finales son muchos años, mucho correr y deslizar, mucho puño elevado, mirada desafiante, bola imposible a la izquierda, bola imposible a la derecha. Muchos años de gimnasio y construcción de un mito. El indestructible Muster. Había veces que daba miedo y veces que directamente mejor dedicarse a otra cosa: 1995, por ejemplo, cuando arrasó en el circuito de tierra con una superioridad que nadie había demostrado desde Vilas y nadie demostraría hasta Rafa Nadal.

Mi recuerdo de Muster es el de sus enfrentamientos con Bruguera, el desgarbado Bruguera. Aquel hombretón nórdico, rubio casi calvo, brazos y piernas henchidas, mirada agresiva y mandíbula prieta frente al siempre desganado catalán, pensando en la próxima partida de póker. La fuerza contra el talento. Por supuesto, yo iba con Sergi, siempre he ido con Sergi, y como buen adolescente patriotero detestaba a Muster, su arrogancia, su manera de tratar al contrario como si fuera un sparring y aquello en vez de Roland Garros fuera Zaire.

Aquel 1995, como decía, fue mágico. No solo por ganar Roland Garros, sino porque además cayeron otros once títulos que sumar a los diez de 1993-94 y los siete de 1996. Todo ello le llevó al número uno del mundo, una auténtica excentricidad en los tiempos de Sampras y Agassi. No duró mucho: apenas seis semanas en dos breves reinados entre febrero y abril de 1996.  En mayo llegaría Kafelnikov, otro gran ludópata y le quitaría Roland Garros para acabar con una época. Kafelnikov tenía ese aire a Raikkonen, un tipo que te ganaba un Grand Slam y luego lo celebraba con vodka y putas en el yate.

Muster, no. Uno se imagina las celebraciones de Muster como las de Rocky Balboa, subiendo y bajando escaleras, y besando a su mujer, embelesada y arrebatada ante la gloria de EL HOMBRE.

En fin, Muster se retiró, pasó muchos años muy tranquilo, probó con el circuito de veteranos, que es la jubilación dorada de los grandes y cuando se cansó de tanta condescendencia volvió a llamar a Apolo y se fue a los Alpes a entrenar, preparar cada rueda de prensa y disputar un challenger tras otro a sus 40 años sin importarle perder semana sí y semana también. Él es Thomas Muster, ¿qué querían?, ¿otro llorica lamentándose? Eso déjenlo para el próximo libro de salmos de Michael Chang.