miércoles, 28 de septiembre de 2011

Smashing Pumpkins- Thru the eyes of Ruby



Me grababa cintas, como hacíamos todos. Algunas eran preciosas, verdaderas joyas que mezclaban bandas sonoras de Quentin Tarantino con grandes éxitos del rock-punk. Había una que empalmaba "Shimmer like a girl" de Veruca Salt con "Father to a sister in thought", de Pavement y culminaba en "Thru the eyes of Ruby", de Smashing Pumpkins. Me tumbaba en el sofá del salón y me ponía el walkman mientras intentaba relajarme e imaginaba relaciones imposibles.

Mi amor por la inocencia probablemente me viniera de antes de esa canción pero desde luego esa canción no ayudó a que desapareciera. La inocencia y la juventud. Complejo de Peter Pan: "Your strength is my weakness, your weakness, my hate... My love for you just can´t explain why are we forever frozen, forever beautiful, forever lost inside ourselves". He estado a punto de escribir que esa gente sabía a quién le cantaba, que parecía que te estaba cantando directamente a ti, pero eso es una chorrada... cualquier adolescente, de cualquier generación, piensa que las canciones están compuestas pensando en él.

Mi relación con los Smashing Pumpkins fue problemática. Nunca fui un gran fan. Nunca les vi en directo, como sí vi a Hole, Pavement, Veruca Salt, Elastica, Suede, Blur, Oasis, Manic Street Preachers, etc. Jamás les mencionaría entre los grupos que me influyeron cuando estaba en el instituto o empezaba la universidad... pero de repente, si me pongo a pensarlo, es absurdo negar que hubo demasiadas canciones importantes en mi vida justo en ese período de 1992 a 1995.

Empecemos por "Soma", canción autocompasiva donde las haya, de las de cortarse las venas... pero preciosa. "I´m all by myself, as I´ve always been", de ahí pasemos al resto del "Siamese Dream" ,con  "Cherub Rock" a la cabeza, que era la que le gustaba a los chicos de COU cuando yo estaba en tercero de BUP y siguiendo con el "Today", que era la canción optimista de la época y que prometía un montón de cosas que no llegaron jamás.

Había algo grandilocuente en los Smashing Pumpkins, algo de "big band" en una época de depresiones intimistas. Recuerdo un capítulo de Los Simpsons en el que salían como grandes representantes del sonido "Lollapaloozza". Ellos les daban las gracias a Homer por su entrega en el trabajo como hombre bala y Homer les daba las gracias a ellos por presentar a sus hijos un futuro sin expectativas. Ese era nuestro futuro.

Me cuesta escuchar ahora "Bullet with butterfly wings" y pensar que entonces no sintiera la tensión de esos cuatro minutos, dieciocho segundos. Una tensión que está en el bajo y el ritmo de la batería y en la voz de Corgan y en cada línea de la letra. La tensión de la rabia y el fracaso. Una tensión muy 15-M, si se piensa. Quizás el problema es que ahora soy más adolescente de lo que lo era entonces, aunque solo sea por mi manía de llevar la contraria. Cada frase es un estribillo, es un eslogan. "Despite all my rage, I am still just a rat in a cage", "Tell me I´m the chosen one, tell me there´s no other one...".

Crecimos con eso, los publicistas de Levi´s y de Orange crecieron con eso, y quince años después seguimos engañándonos a nosotros mismos pensando que era verdad.

En fin, rabia aparte, mi canción favorita de los Smashing -todo el mundo los llamaba así: "Los Smashing" y a mí me ponía de los nervios esa supuesta complicidad- es la de la inocencia y el amor que le mantiene a uno eternamente joven. Chorradas como pianos. Alguien dijo de mí una vez que tenía síndrome de Stendhal con las mujeres. Una chica, no recuerdo cuál, hiló más fino: "Tú sigues cumpliendo años, pero ellas siempre tienen 21", una regla que se cumple hasta el absurdo.

Yo me negué durante años a asumir que "Mellon Collie and the Infinite Sadness" era uno de los grandes discos de los 90, a pesar de su pretenciosidad de disco doble y 25-30 canciones, pero dos décadas después he de reconocerlo: es un disco impresionante: "1979", "Tonight, tonight", "Zero"... les compro casi cualquiera que me quieran vender. No sé qué ha sido de ellos después de aquello. Sería incapaz de citar una sola canción o un solo disco de Corgan y los suyos posterior a 1995.

El pasado es lo que tiene, que uno lo rehace y lo transforma a su antojo y si lo quiere dejar en una estantería cogiendo polvo, lo deja. No hay criterios para la melancolía ni la infinita tristeza.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Los davidianos de Waco


No recordaba mucho de aquello. Algunas nociones vagas del término "davidianos", la seguridad de que sucedió en Waco y que un tipo que se llamaba "David Algo" era el líder de todo aquel despropósito. También sabía que todo había acabado con decenas de muertos en medio de una torpeza infinita, pero me faltaban demasiados detalles, así que, por una vez, recurrí a la Wikipedia para refrescar la memoria.

El artículo es muy curioso. Explica toda la génesis de los "davidianos" y su división dentro del adventismo con lujo de detalles pero solo dedica unas líneas a David Koresh y lo que allí se llama "el suceso con el FBI". La legitimidad que se da a todos los actos de Koresh y sus fieles resulta incluso insultante y particularmente absurda al combinarla con un respeto absoluto por la tarea del FBI, es decir, viene a dejar a los davidianos como buena gente de Texas con sus pequeñas cosas y al FBI, como un grupo de policías que pasaban por ahí, quizás algo confundidos.

Los 80 muertos de en medio, son eso, un suceso.

En cualquier caso me ha servido para recordar cosas. David Koresh, por ejemplo, me remitía a Charles Manson, aunque solo fuera por el empeño de la televisión en asociar ambas fotografías. El cerco fue abriendo telediarios y telediarios hasta que ya se convirtió en rutina. En ese momento, el FBI decidió quemarlo todo, una de esas medidas que los gobiernos toman cuando se hartan y tiran por la calle del medio sin importarles nada, más o menos como llenar un teatro ruso de gas letal y esperar que vayan cayendo todos: los secuestradores y los secuestrados.

El rancho de Waco era una fortaleza armada, según todos los indicios. Si no fuera una fortaleza armada, amigos wikipédicos, obviamente no hubiera resistido 51 días de asedio. De hecho, desde la distancia, me resulta imposible entender cómo demonios consiguieron estar dos meses rodeados de policías y militares y que a nadie se le ocurriera una salida mejor que dejar arder a hombres, mujeres y niños. Insisto, Bill Clinton era un tipo muy majo pero los años de su mandato fueron una sucesión de despropósitos que no tienen nada que envidiar a los de su sucesor.

Como diría Boyero, al tonto le siguió el malo, o si se quiere, Waco se globalizó, cosa cuya responsabilidad no fue solo de los americanos, desde luego. Para que haya una respuesta desmedida hace falta primero un psicópata que la provoque y a partir del primer psicópata, la veda queda abierta.

Se dice que David Koresh y sus seguidores se suicidaron en masa cuando vieron que el FBI quemaba el rancho. Resulta complicado de creer y más bien parece una de esas salidas que la opinión pública se da a sí misma para sentirse mejor. Es posible que alguno se suicidara, sin duda, al fin y al cabo, si estaban ahí era porque creían que el apocalipsis iba a llegarrrr, pero el humo de un incendio suele aturdir y matar mucho antes de que uno tome una decisión sensata respecto a nada.

Waco no se recuerda demasiado y es extraño. No sé si es bueno o es malo. En realidad, no sé qué demonios pasó allí ni cómo se podría haber hecho mejor. Lo que me cuesta mucho pensar es cómo se podría haber hecho peor, desde luego. Estados Unidos es un país admirable en muchos aspectos pero ha exportado su manía de no saber lidiar con los problemas. No tienen demasiados pero los que tienen los resuelven con una torpeza de elefante, lo que lleva a grandes equívocos.

No es un país de locos asesinos en serie, todo lo contrario, es un país lleno de gente amable a más no poder. En ningún sitio me he sentido tan bien atendido como allí, esa mezcla de hipocresía y buen talante natural que hace que uno se sienta en casa todo el rato y con cierta sensación de seguridad. El problema es qué hacer con el resto, con los no adaptados. Es un problema global y que no solucionamos: ¿Qué hacemos con los problemas, con la gente que nos da problemas? Los ignoramos, los ocultamos o los quemamos. Quizá no haya más opciones, puede ser, pero el margen de mejora al respecto digamos que es bastante grande.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Night on earth


El mundo del taxi siempre ha sido un enorme granero de historias costumbristas, generalmente absurdas, tristes o violentas, antes y después de Robert de Niro. A principios de los 90, en España tuvimos "Taxi", con la inquietante Ingrid Rubio, y el resto del mundo tuvo "Night on earth", el relato de una misma noche desde cinco taxis en cinco ciudades distintas: Nueva York, Los Angeles, París, Roma y Helsinki. Animado por el éxito de estas dos películas, Antena 3 llamó a El Fary y le propuso hacer "Menudo es mi padre", serie antológica donde "el método farisnaski" se consagró para siempre, vean, si no, este ejemplo.

Volvamos a la realidad: "Night on earth" ("Noche en la tierra") era una película tierna y divertida, es decir, era una película triste pero no tristona, espero que se capte el matiz. Igual que no es lo mismo ser gracioso que ser un bufón, tampoco es lo mismo llorar que ir de llorón por la vida. Las cinco historias eran en aparencia distintas entre sí: en Los Angeles, la frágil Wynona Ryder, en el esplendor de su carrera, hacía de diminuta conductora mientras mascaba chicle y rechazaba ofertas de Hollywood. Tengo dificultad para aprenderme diálogos o frases de películas, pero no puedo olvidar el gesto de Wynona en plano frontal, con la directora de casting detrás, mientras decía, medio resignada, aquello de "Like Pop-eye said: I am what I am".

Lo que a mí me recordaba a Eddie Brickel, pero eso sería perderse demasiado.

La fragilidad de Ryder daba paso a la fragilidad del inmigrante de Alemania Oriental perdido en las calles de Nueva York, viendo discutir a una pareja -formidable Rosie Perez, una actriz que desapareció con la década- mientras sonreía e intentaba acelerar sin saber cómo demonios se conducía un coche americano, con sus letras, sus marchas, su universo propio. El inmigrante no se quejaba, al revés, estaba contento. Mejor Nueva York con sus calles en forma de crucigrama que Berlín Este, dónde va a parar... pero la soledad estaba ahí, detrás de cada sonrisa, de cada propina. Un hombre en una gran ciudad, un Holden Caulfield en la cuarentena arrastrando las erres.

En Europa, seguía el intimismo irónico: curiosamente el personaje más fuerte de todos es el de la ciega que se monta en el taxi de París. El recuerdo que tengo de esa chica es la de alguien que no admite bromas ni burlas. Alguien que no se rinde. El enorme conductor de Costa de Marfil había sido capaz de echar a dos ricachones borrachos pero ni siquiera se atrevía a molestar a la chica ciega que volvía a casa. Las reflexiones, como suele pasar con lo francés, en general, estaban un poco por debajo de los personajes, pero aquello funcionaba y era una especie de transición necesaria para llegar al absurdo absoluto que era Roberto Benigni en Roma.

Puede que Benigni fuera conocido entonces. Sin duda lo era, pero yo tenía 15 años, así que para mi suponía una novedad absoluta. Benigni recogía a un sacerdote en la parte vieja de Roma y lo llevaba por callejuelas estrechas, llenas de piedrecitas, dando vueltas y vueltas sin un destino claro: su conducción era como su propio lenguaje, un continuo frenesí de anécdotas sexuales a modo de confesión para no escandalizar a nadie. No solo Benigni estaba maravilloso -hablamos de 1992, seis años antes de la explosión de "La vida es bella"- sino que el recurso de guion funcionaba: un malvado anticlerical buscando avergonzar al sacerdote hubiera dejado abierto el camino para la reprimenda moral, sin embargo, Benigni lo único que busca desde el principio es el perdón, la absolución de sus pecados, y es precisamente la enumeración verborreica de todos y cada uno de ellos lo que provoca la carcajada en el espectador y el infarto en el pasajero.

Benigni sabía manejarse en el caos absurdo, probablemente nunca debió salir de ahí.

Roma era el punto alto de la película, no vamos a negarlo. Aquellos quince minutos delirantes de risas y ovejas dejaban al espectador a punto de caramelo, listo para el palo final... y el palo final era de traca: Helsinki, invierno, decenas de grados bajo cero. Un conductor hierático y una pareja de borrachos melancólicos. A uno le han echado de su trabajo. No tiene con qué mantener a su familia. Bebe como se bebe en los países del norte, por una cuestión de supervivencia. Está solo. Él está solo y su amigo está solo y el taxista está solo. Sin perspectivas de mejora.

Lo magistral de la película era la facilidad con la que la idea principal se colaba por cada relato sin necesidad de sermones: el taxi, vehículo ideal para la comunicación, copado por gente incapaz de comunicarse, gente solitaria, frágil, melancólica... lo que hacía que el espectador deseara que esos personajes nunca salieran de ahí, que no abrieran la puerta y se lanzaran al frío porque el frío iba a poder con ellos. El viaje en taxi como una tregua dentro de la batalla diaria. Como refugio nuclear. El viaje en taxi como una película que habla de viajes en taxi. El pasajero del coche como el espectador en el cine, temeroso de salir ahí afuera, al día a día, dios mío, dia a día.

El espectador frágil, solitario y melancólico teniendo que enfrentarse a las expectativas desbordadas de un país, ya por entonces, al borde del colapso. Riéndose, sí, pero sin saber muy bien por qué.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Mónica Lewinsky


El término legal era "impeachment", el de la calle era "linchamiento". Los congresistas y los medios conservadores de Estados Unidos se lanzaron como una masa enfurecida, con sus antorchas y sus tridentes, dispuestos a llevarse por delante a Bill Clinton y su moral libertina. El escándalo venía aderezado con varias figuras de melodrama: la mujer engañada que sale a la palestra para perdonar a su marido, la becaria joven impresionada por la enorme figura presidencial y el Gran Jurado, dispuesto a lo que hiciera falta para que la ley se cumpliera hasta el absurdo.

Clinton utilizaba el Despacho Oval para que su becaria le chupara la polla. Esto es así y es el único resumen posible. Luego la narrativa se desvió hacia otros lugares más literarios: ¿tenía trato de favor esa becaria?, ¿es legítimo que un presidente tenga relaciones íntimas con alguien cuyo trabajo depende de él?, ¿puede mentir un presidente y negar ante un juez que ha tenido relaciones sexuales con alguien cuando sí las ha tenido?

De todo esto, lo único mínimamente debatible es el punto dos: todos detestamos el abuso de poder y la misma idea de que ese abuso se produzca debajo de una mesa mientras se arregla (o se estropea) el mundo nos remite a películas y caricaturas que resultan muy desagradables. Pero el problema de Clinton nunca fue el punto dos sino los puntos uno y tres, particularmente el tres. ¿Qué recibía Lewinsky a cambio de sus felaciones?, y, sobre todo, ¿por qué mintió ante el juez?

Algo tan obvio como "estaba intentando salvar mi matrimonio y limpiar mi imagen pública" no cabía en el ordenamiento legal. Tardaron años pero lo consiguieron: Lewinsky se subió al estrado y habló de puros y manchas de semen, pruebas de ADN y policía científica. Era una locura pero a la vez era verdad. No habló de abusos ni de fuerza alguna sino de hechos: su semen en mi chaqueta, aquí lo tienen, investiguen.

Y, en fin, lo que Dios unió lo tuvo que separar la semántica: si Clinton había tenido relaciones sexuales con Lewinsky era un mentiroso. Algo peor, había cometido perjurio. El perjurio a su vez permitía al Congreso iniciar el famoso proceso de "impeachment" que anteriormente solo se había utilizado contra Richard Nixon y que no se llegó a terminar pues el propio Nixon dimitió. Las acusaciones de Lewinsky dejaban claro que no sólo hubo sexo sino que lo hubo varias veces.

Desolado, rodeado de su familia y aún más sonrojado que de costumbre, Clinton se limitó a decir "tuvimos sexo oral" y se quedó tan ancho. ¿El sexo oral no es una relación sexual? No. Cuando el juez le había preguntado si habían tenido relaciones sexuales él dijo que no y según él era verdad: lo único que había hecho es chupársela, punto.

Después de unos tres años de investigaciones, portadas, seriales de televisión y el vídeo mil veces repetido de Clinton bañándose en masas y reconociendo entre la multitud a su querida becaria, la cosa acababa como había empezado: en nada. Eso en lo que respecta a la Presidencia de los Estados Unidos. En lo que respecta al resto del mundo, todos nos quedamos con la sensación de que éramos considerablemente más estúpidos que tres años antes y que, probablemente, nos había tocado vivir la década más estúpida del siglo. Quizá no la más malvada ni la más cruel, pero con diferencia la más disparatada.