miércoles, 27 de julio de 2011

Eugeni Berzin



No sé si en el resto del mundo la figura de Berzin es tan recordada como en España. Me cuesta ubicar exactamente su carrera en el lugar que le correspondería por sus méritos. Berzin fue la kryptonita de Induráin y lo fue dos veces, que no es decir poco. Primero, por supuesto, en el Giro de 1994, la primera gran vuelta que perdía el navarro en cuatro años, aquel Giro de emboscadas, con Massimo Ghirotto y Moreno Argentin compitiendo en argucias y bonificaciones y Marco Pantani reventando la carrera en cada puerto, alopécico pero no rapado, con el culotte azul vaquero de los Carrera.

De aquel año aprendimos muchas cosas, sobre todo, el nombre Mortirolo, símbolo de la caída de un imperio. Induráin iba a Italia como Contador va últimamente a Francia, a la de Dios, sin equipo, así me las pongan todas. Arrasaba en las contrarrelojes a los diminutos escaladores italianos y luego se limitaba a cogerles rueda.

Con Berzin era distinto porque Berzin llegó a ser tan buen contrarrelojista como Induráin siendo mucho más ligero en la subida. Rubio, ruso y joven, Eugeni iba para gran estrella de la década hasta que le pasó como a casi todos los jóvenes eslavos que destacan en lo suyo muy pronto: se perdió. No pretendo ser ningún moralista, yo creo que si tienes 24 años y estás forrado tu obligación es perderte. Si no lo eres, no, tu obligación es trabajar y pulir tu talento.

Aún quedarían un par de años para eso: la temporada siguiente volvió al Giro y quedó segundo, detrás de Rominger y delante de Ugrumov, compañero de equipo en aquella impresionante Bianchi y con el que se las tuvo tiesas de la primera etapa a la última. Con un palmarés envidiable y 26 años, Berzin se plantó en el Tour de 1996 dispuesto a dar el salto de calidad.

Este fue el segundo encuentro sucesorio con Induráin. Hablamos de aquella subida a Les Arcs donde a Miguel lo reventaron el frío y el hartazgo. El tirón no fue de Berzin, porque él no se encargaba de esas cosas. Sería de Riis o de Ullrich o de Rominger o de Virenque o de Olano. No, de Olano no creo. El caso es que Berzin, mucha gente no lo recuerda, fue el que se puso de líder en esa etapa con el mismo tiempo que el donostiarra y el día después dio una exhibición en la crono de Val D´Isere que le dejó con casi un minuto de ventaja sobre el segundo.

¿Llegaba Berzin después de tres años exitosos para quedarse? ¿Sería el ruso el sucesor,como lo fue en 1994? No tardamos mucho en salir de dudas. La tercera etapa alpina acababa en Sestrières, territorio italiano, y Riis le quitó el amarillo, que no soltaría hasta París. Que Riis era una farmacia andante podíamos suponerlo pero no lo supimos de su propia voz hasta casi 15 años después. Berzin fue cayendo poco a poco en la general hasta que en la etapa de Pamplona, la tristísima etapa de Pamplona en la que Induráin se derrumbó por completo, perdiera más de media hora. Aquello no fue una etapa, fue una sangría. Probablemente fuera el Tour más montañoso en muchos años, la medicina preparada contra el doctor Induráin y que de paso se llevó a su becario rubio por delante.

A partir de ahí, Berzin siguió porque algo tenía que hacer. En 1997 ganó dos pruebas menores y desde entonces hasta su retirada en 2001 ni eso. Pululó por distintos equipos incluyendo el Costa de Almería o la Française des Jeux -que, por cierto, ya que Ángel de Andrés y Pedro Delgado llevan media vida yendo a Francia cada verano podían aprender que la "ese" final se pronuncia porque es femenino- hasta que  ya se cansó y se buscó un retiro dorado, probablemente en el póker, a competir contra su amigo Kafelnikov porque todos sabemos que no hay nada más excéntrico que un ruso excéntrico, del jugador de Dostoievski en adelante.

miércoles, 20 de julio de 2011

4 Non Blondes



Mi primera gran depresión la pasé con 16 años. Una de esas crisis adolescentes de sofá y techo y autocompasión prolongada durante un verano difícil, porque a mí los veranos siempre se me han dado especialmente mal. El verano de 1993, por varias razones, se hizo duro: mes de agosto en Santander estudiando matemáticas, adaptación confusa a nuevo grupo de amigos y el clásico enamoramiento imposible que solo sirvió para ver a la musa caer en manos de otro tipo mucho más prosaico que yo.

Así me encontró septiembre: languideciendo, esperando aún el principio de 3º BUP -los comienzos de curso por entonces no llegaban nunca, iba entrando octubre y te daba el Puente del Pilar y lo más que habían hecho los profesores era presentarse- cuando un amigo me invitó a ir a las fiestas de San Mateo, en Cuenca. Aquello no tenía una gran pinta, recuerden que yo soy todo menos un juerguista y las celebraciones las tomo con ciertas reservas, como si para divertirme antes tuviera que estar seguro de que no mira nadie.

Mi amigo y yo pasamos una semana entera allí. Los mejores días por supuesto, fueron los anteriores al mogollón porque los días de entre semana siempre tienen ese encanto especial que solo los tristes reconocemos al instante. Cenábamos algo de pasta, bajábamos al bar a jugar al futbolín y poníamos unos vídeos en la Juke Box. A mí me gustaba poner "Numb", de U2; a él le gustaba ver "What´s up?" de 4 Non Blondes.

Era uno de esos grupos "one-hit wonders", capaces de hacer una canción que llegue hasta una Juke Box de Cuenca para luego desaparecer por completo. La estética era hippie más que grunge aunque por entonces lo confundíamos todo, el vídeo era otoñal y no llamaba la atención a gritos. Me gustaba. Estoy casi seguro que ese fue el año del "Informer" de Snow y el "Two Princes" de Spin Doctors, un verano antes de los Crash Test Dummies y su inquietante "Mmm Mmm Mmm".

El caso es que el fin de semana acabó llegando porque esas cosas son imposibles de frenar y con el fin de semana llegaron los amigos y la novia de mi compañero de clase. Eso me dejaba en una incómoda posición de Yoko Ono, viendo todo desde una distancia celosa, reclamando mi propia cuota de protagonismo. El miedo al desastre fue mucho mayor que el desastre en sí. De hecho, el desastre nunca tuvo lugar, todo lo contrario: fueron los típicos días de adolescencia mágica en los que todo pasa a una velocidad que desconoces: las noches, el vino, las chicas, las vaquillas, las camisetas firmadas, las peñas con nombres previsibles... todo eso a mis 16 años era un mundo nuevo. Yo, el urbanita, lo más cerca que había estado de una fiesta patronal eran los puestecitos que en otoño ponían en el Parque de Berlín.

Mi recuerdo de aquellos días es el de la despedida. El lamentable último día en el que todo se ve desde una misma dimensión, como si hubiera sucedido a la vez y la cabeza no supiera controlar tantas emociones juntas. España jugaba en Irlanda y ganó 1-3, fue el paso necesario para jugarse la clasificación para el Mundial contra Dinamarca. Habíamos comido pasta con tomate -solo sabíamos hacer pasta con tomate- y yo me asomaba a la terraza con el walkman puesto, tarareando "London Calling" de los Clash y pensando que esa llamada podía ser mi llamada, algo así como un despertador, y que mi ciudad obviamente no podía ser Londres porque me pillaba lejísimos, pero sí podía ser Cuenca, aunque de hecho no lo fue: solo volví una vez, en Semana Santa. Vimos procesiones y fantaseamos con escribir cartas desde el futuro. Eso fue todo. En comparación, prácticamente se puede decir que no fue nada.

miércoles, 13 de julio de 2011

Titanic


Por supuesto, no se lo dije a nadie. Absolutamente a nadie, ni a mi novia de los 90 ni a la Chica Langosta. Compré una entrada para la sesión de las 16,30 entre semana y una vez había pasado suficiente tiempo desde los Oscars. Me armé de muchas palomitas y una buena cantidad de agua por si la de la pantalla no bastaba. En la sala había unas diez personas, no más. Cines Victoria, ya después de la reconversion en distintas minisalas.

Todos los prejuicios eran pocos, eso quiero dejarlo claro: de entrada, el presupuesto, eso ya le chirriaba a un tipo criado a los pechos de Kieslowski. Luego, el director y su prepotencia manifiesta en la gala de los Oscars, ese "I´m the king of the world" que soltó cuando le dieron el premio a la mejor película. En tercer lugar, Leonardo Di Caprio. De acuerdo, el chico había hecho "Celebrity" con Woody Allen pero para nosotros seguía siendo el pijo guaperas de "La playa".

Bien, pues ahí estuve yo tragándome las tres horas de amor, persecuciones y barco que se hunde muy despacio. ¿Y saben una cosa? Que me gustó. Y no solo me gustó sino que salí del cine, llamé a todo el mundo y les dije lo mismo que les estoy diciendo a ustedes ahora: "He ido a ver Titanic y me ha gustado, ¿qué hostias pasa?" En fin, muchos me dieron por imposible, yo, con 20 años ya era un excéntrico... pero es que era verdad, la película me gustó y creo que tuvo mucho que ver toda esa sarta de prejuicios y el hecho de poder disfrutarla en pantalla grande.

Después me he animado algún rato en televisión, pero no es lo mismo. La gracia es que el barco se pusiera en vertical en una pantalla de seis metros de largo no en una de 16 pulgadas.

Me metí en la historia de amor, una historia muy de agua y palomitas: facilona, cursi, todo lo que quieran, pero llevadera, y hasta cierto punto cuando de repente chocan con un iceberg la sensación fue de "coño, ¿y eso de dónde ha salido?" que supongo que era lo mismo que pensaron ellos en su momento. Narrativamente, es un hallazgo: uno debería pasarse la película esperando que llegara el iceberg de marras y cuando llega te quedas a cuadros. Estéticamente, el iceberg, con tanta postproducción de por medio, era francamente mejorable.

El hundimiento se hace más largo cuantas más veces lo ves. Y menos espectacular. La primera vez funciona, a mí me funcionó, ya sé que a ustedes no y me van a poner verde en los comentarios, pero si pasé por ello con 20 años puedo pasar por ello con 34. En los re-visionados sí que me desesperé con el rollo de "te detengo-te suelto-te detengo-te suelto", "me subo al bote-me bajo-me subo al bote-me bajo...". Además, siempre he sido muy de Kate Winslet. Todo el mundo se lanzó a llamarla gorda mientras yo callaba mi atolondramiento enamoradizo. Con los años ha conseguido parecerse cada vez a Emma Roberts y eso es una excelente noticia para ella.

¿Qué recuerdo del fenómeno fan que rodeó a la película, la más taquillera por entonces de la historia? Un capítulo de "Sorpresa, sorpresa" muy divertido en el que Concha Velasco invitaba a un chaval que supuestamente había visto la película 40 veces a conocer al actor que hacía de capitán del barco. "Es idéntico, es idéntico", gritaba el chico. Normal, es que era él. La cosa quedó cutre, sinceramente, no te digo yo que traigan a Di Caprio... pero al capitán del barco. Con lo lumbreras que era aquel mitómano seguro que al actor le tuvo que caer tal bronca que le dieron ganas de volver a meterse en un transatlántico y hundirlo.

Años después. Muchos años después, de hecho, más de diez, rodé un cortometraje. Aquello duraba 10 minutos y tardamos dos días en rodarlo. Aparte de co-dirigir con Pedro Rodrigo, también compartimos la producción ejecutiva y tuvimos que improvisar una producción en rodaje porque el equipo nos dejó tirados. Fueron dos días y 10 minutos. No nos dieron ningún premio pero el corto estaba bien. Entonces entendí perfectamente a James Cameron: si me llego a pasar cinco años con el proyecto, meses rodando y gano 14 Oscars, salgo ahí y no es ya que me crea el rey del mundo es que paso directamente al nivel John Cobra y me agarro el paquete delante de Spielberg y Nicholson mientras grito "Me coméis todos la polla".

Pero no se preocupen, no es probable que eso suceda nunca.

miércoles, 6 de julio de 2011

El triple de Djordjevic



Lo entrenábamos en La Nevera a la hora de gimnasia. Uno hacía de Tomás Jofresa y luego el otro hacía de Djordjevic y ganaba la Copa de Europa para el Partizán, desequilibrado en el salto pero perfectamente equilibrado en la posición del cuerpo, el brazo y la muñeca, un prodigio de ejecución yugoslava. Cuando nos salía era la hostia. El Partizán, un equipo de Belgrado que jugaba en Fuenlabrada, se había llevado la mítica Final Four de Estambul en el último segundo, con todo perdido. Nuestra Final Four, la que acabó a los diez minutos de la semifinal contra el Joventut, perdidos en nuestra propia ansiedad.

El Joventut tenía el encanto del equipo español, acostumbrado a vivir a la sombra de un club de fútbol y a regar de canteranos el resto de la liga. Éramos equipos hermanos. Pero el Partizán era algo más que eso: era Yugoslavia incluso cuando Yugoslavia había desaparecido. No sé por qué, las sanciones habían llegado algo tarde y les permitieron jugar siempre que no fuera en Belgrado. Lo dicho, se fueron a Fuenlabrada. Jugamos en el mismo grupo y les ganamos las dos veces: en el Palacio y en el Fernando Martín, o como se llamara entonces el pabellón de una ciudad cuyo equipo autoctono se perdía en categorías inferiores.

El Partizán era el BA-LON-CES-TO, punto. Uno podía admirar la garra y la decisión de Tomás Jofresa pero no podía dejar de lado la sutileza, la clase, el talento de Djordjevic, Danilovic, Nakic... Habían dado la campanada en cuartos derrotando a la Knorr de Bolonia y luego en semifinales a la Philips de "Gorila" Dawkins. En la final, el favorito indiscutible volvía a ser el adversario, un Joventut en el mejor momento de su historia, con Villacampa, los Jofresa, Corney Thompson, Harold Pressley, Jordi Pardo, Ferrán Martínez... un equipo que ganaría dos ligas ACB consecutivas después de décadas intentándolo y que si no pasó a la historia ahí fue por el milagro de Sasha.

Por entonces, no sabíamos muchas cosas, aunque las intuíamos: por ejemplo, que Danilovic acabaría como estrella en la NBA o que Djordjevic sería el jugador más decisivo en Europa de los 90, incluyendo ligas con Barcelona y Real Madrid. Luego estaban las cosas que no podíamos ni vislumbrar: que el entrenador de aquel Partizán, un ex jugador retirado ese mismo año, Zeljko Obradovic, aún el campeón más joven de la competición, acabaría ganando la Copa de Europa tantas veces como el Real Madrid, la segunda de ellas, precisamente, entrenando al Joventut, dos años más tarde, cuando todavía era más conocido por pedir tiempos muertos en los últimos segundos de partidos decididos ante la desafiante mirada de Manel Comas.