jueves, 30 de junio de 2011

Paloma Ferre


Estábamos pasando quince días de campamento en San Martín de Valdeiglesias. Aquello era un despelote absoluto: ni los monitores sabían qué hacer con nosotros ni nosotros estábamos dispuestos a obedecer en nada. La frase que más repetí en esas dos semanas fue "no es mi rollo", y al final, como título conmemorativo, me dieron una bonita cartulina donde ponía "Para Guille, porque algún día encuentre un campamento sin juegos".

Entiéndalo, teníamos 17 años y Kurt Cobain se acababa de pegar un tiro tres meses antes. Aquello del campamento era una excusa para ligar y perder la virginidad y cuando llegamos allí resulta que la ratio era de cuatro chicos por chica. Así no se hacen las cosas, Leguina. Ellos se empeñaban en que bailáramos el minuet y jugáramos al rescate y nosotros escuchábamos el Unplugged de la MTV en nuestros vagones -no había tiendas de campaña sino viejos vagones de tren con literas- y luego salíamos a psicodeprimirnos en una roca donde los más valientes fumaban porros.

La penúltima noche, coincidiendo con la lluvia de perseidas, las lágrimas de San Lorenzo, decidimos fugarnos un grupito y la cosa se nos fue tanto de las manos que acabamos haciendo auto-stop más de la mitad de los acampados. Los monitores nos pillaron, claro, pero no sabían si castigarnos a nosotros o echarse a llorar directamente: ¿Cómo es posible que se te escape medio campamento en tus narices y no te des ni cuenta?

El resto de gamberradas fueron las habituales: espiar a las chicas en las duchas montados unos en los hombros de otros, meter bichos en los sacos de dormir y ese tipo de adolescencias.

Un día vino un equipo de Madrid Directo a hacer un reportaje. Con el paso de los años me di cuenta de que lo hacían cada verano. Al parecer la reportera encargada era Paloma Ferre. Si se encuentran ahora a Paloma Ferre en algún canal les parecerá una mujer atractiva. Imagínense hace 17 años y rodeada de feromonas girando de vagón en vagón. Todos nos pusimos guapos y nos echamos colonia, a la espera del reconocimiento en formación. Los monitores volvieron a no entender nada. Sinceramente, espero que pasaran un buen tiempo con sus cosas porque nosotros se lo pusimos realmente difícil.

El caso es que llegó la tarde y ahí apareció el equipo de producción, el cámara... y un tipo con rizos para hacer las entrevistas. Inmediatamente, nos disolvimos en desbandada. No era lo que nos habían prometido. Aquel campamento, en general, fue un atentado brutal a nuestras expectativas: las chicas no eran feas pero eran pocas, a algunos chicos les gustaba Nirvana pero la mayoría ponía a todo volumen Celtas Cortos, Héroes de Silencio o Seguridad Social, la trilogía del horror. En la última fiesta, después incluso de fugarnos y ser castigados, organizaron un juego que consistía en imitar a uno de los compañeros delante de los demás para que adivinaran.

A mí me tocó el papel de la mejor amiga de la chica que me gustaba. La típica situación en la que no tenías nada que ganar. Esperé el momento con una media sonrisa en la boca, entre imitaciones más o menos logradas, y cuando llegó mi turno, me levanté muy digno, le di al monitor mi papel doblado y le dije muy solemne: "Yo es que a reírme de la gente no he venido aquí" y me subí al comedor, donde un amigo tocaba fandangos con la guitarrita.

jueves, 23 de junio de 2011

Chete Lera


Primera visión de Chete Lera como hermano de pinta progre en "Familia", la primera y mejor película de Fernando León de Aranoa. Un actor con un empaque extraordinario, sin necesidad de exagerar gestos ni acentos, un tipo que entra en la habitación, dice "buenos días" y te lo crees inmediatamente. Aquella película no solo representaba el debut del estandarte del cine social posterior en España sino que contaba con una jovencísima Elena Anaya, absolutamente deseable, una rejuvenecida Amparo Muñoz después de una década infernal de drogas y depresiones y un relativamente comedido Juan Luis Galiardo, para lo que es el personaje.

Fue una película clave, tipo Pulp Fiction. Aranoa se lanzó al reto de "Barrio", Galiardo vivió una segunda juventud en teatro y cine, Anaya se convirtió inmediatamente en el icono sexual de una generación y Chete Lera, con su sobriedad de psicólogo que sabe manejarse al borde de un ataque de nervios acabó trabajando con Alejandro Amenábar e Icíar Bollaín en apenas tres años. Amparo Muñoz, desgraciadamente, no consiguió levantar cabeza.

¿Qué me unía a mí, con 21 años, a Chete Lera? La confianza en que, en el futuro, yo podría ser como él, es decir, un tipo con apariencia intelectual, elegancia no forzada y mucha tranquilidad. Recuerden que en aquella época yo aún no tomaba ansiolíticos pero empecé a hacerlo poco después de salir del cine sin poder respirar justo antes del final de "Abre los ojos", día de estreno, cines Morasol. Mi novia de los 90 no entendía nada, como tantas otras después.

Probablemente, el recuerdo que todos tenemos de Chete Lera sea precisamente el de Amenábar, el terapeuta que intenta tratar a Eduardo Noriega de algo que él mismo no comprende, que intenta explicar, que intenta razonar, convencer... y acaba en aquella terraza de la Torre Picasso dándose cuenta de que él no existe. Sinceramente, es una de esas películas que con el tiempo se han ido viniendo abajo, algo que creo que no pasará con "Tesis", precisamente por el punto generacional que siempre tuvo, pero si había ahí un verdadero drama no era el de Noriega ni el de Cruz ni el de Nimri, sino el de Lera, desolado, nervios perdidos, compostura desanudada, mirándose las manos sin poder intuir qué iba a ser de él ahora que sabía que él, como tal, no era nada: la invención de un tipo dispuesto a saltar cien metros abajo.

Quizás aquello fue una premonición. Tuvo su papel en "Flores de otro mundo", en una película llamada "Fisterra", que vimos por aquello de que mi novia era gallega e incluso un episódico en "Médico de familia", la serie que separaba a los niños de los hombres. De creer a IMDB, entre 1998 y 2000 participó en once largometrajes y seis cortos. ¡Y ustedes que creían ver a Puigcorbé en todos lados! Algo me dice que se hartó. Puede que ganara suficiente dinero o puede, simplemente, que prefiriera gastar su tiempo en otra cosa. Desde entonces se ha convertido en un secundario o ni siquiera eso, papeles muy circunstanciales en "Remake", "Concursante" y algo más extensos en "Smoking room" y un buen montón de cortos para matar el gusanillo.

Reconozco que cuando le encuentro en pantalla me llevo una gran alegría, aunque solo sea dos minutos y de pasada. Me da igual, inmediatamente conecto con el hombre que quería ser de adolescente y no me paro a pensar ni por un momento si aquel es el tipo maduro que quiero ser ahora que parece que soy un hombre. No puedo evitar pensar que si no llegó más lejos fue porque no quiso. No lo explico de otra manera. Era el prototipo de hombre sensato igual que Carlos Álvarez-Novoa es ahora el prototipo de abuelo entrañable. Se vio en el radar y le entró algo parecido al pánico. Puedo entenderle perfectamente.

Vi los últimos cinco minutos de "Abre los ojos" en una pantalla en blanco y negro, después de haberme echado agua en la nuca y las muñecas y haber retomado la respiración. Obviamente, no entendí nada. Tampoco importaba: hasta entonces no es que la película hubiera sido un libro abierto.

jueves, 16 de junio de 2011

La vie à 2



Viajé a Toulouse. Fue en plena Semana Santa. No solo viajé sino que lo hice con dos fotos suyas, que le había pedido que me regalara unos meses antes. Teníamos esa clase de relación: yo le pedía fotos de cuando no la conocía y ella me las daba y me trataba como si no fuera un "stalker". A mi novia no le hacía ninguna gracia aquello y visto desde ahora no la culpo.

Tampoco la culpaba entonces, pero lo cierto es que yo a quien quería era a ella y no a la chica de las fotos, por mucho que pasáramos las noches en el Parque de Berlín hablando de libros y teatros y nos abrazáramos en los aeropuertos. Resultaba difícil de explicar: el amor no es la fascinación y desde luego no es la mitomanía.

El amor es algo parecido a "La vie à 2" en versión de Manu Chao: allí donde los dioses no se aventuran. Mi novia de los 90 y yo fuimos moderadamente felices durante cuatro años. Digo "moderadamente" porque todo esto lo he revisado demasiado. Si me hubieras preguntado en 1999, hubiera dicho que éramos "muy" felices y probablemente aquello fuera más cierto. El fracaso lo acaba manchando todo y las agencias de rating lo notan. Standard & Poors le da ahora mismo un BB a nuestra relación y todavía nos amenaza de vez en cuando, como a Lehman Brothers.

En fin, yo no solo quería a mi novia de los 90 sino que hacía el amor con ella escuchando a Manu Chao. No debería contar esto pero en realidad no es decir nada nuevo ni escandaloso: obviamente hacíamos el amor y obviamente, en ocasiones, escuchábamos música. Ustedes también lo hacen. Aquella canción me fascinaba, con su letanía "donne-moi de quoi tenir, tenir, je ne veux pas dormir, dormir, laisse-moi voir venir le jour" acompañada de un final prodigioso: "Il est minuit à Tokio, il est cinq heures au Mali, ¿quelle heure est-il au paradis?", que años más tarde se convirtió en "¿Qué horas son, mi corazón?"

El mejor concierto de mi vida fue de Mano Negra en Hortaleza, el segundo fue de Hole en Aqualung y pongamos que el tercero ha sido alguno de Vetusta Morla.

A lo que iba: cogí el avión a Toulouse para ver a la Chica Langosta. Ella estudiaba ahí ciencias políticas y tenía novio igual que yo tenía novia. La primera noche dormimos juntos. Ella durmió, yo no. Yo hice un lémur en toda regla. La segunda noche ya había venido una amiga común y me mandaron a otro cuarto. La última noche acabé en el colchón con la amiga mientras la Chica Langosta dormía con su novio y probablemente hacían el amor al son de alguna canción francesa: "Motiver, motiver, il faut se motiver!".

El momento más absurdo de mi vida fue cuando los cuatro nos juntamos en Barcelona, navidades de 1998. El más absurdo y puede que el más feliz. Hasta la fecha, Barcelona, mi novia de los noventa y la Chica Langosta han sido mis tres grandes pasiones.

¿Qué pasó? Discutimos. A mí no se me puede sacar de casa, eso está claro. La Chica Langosta y yo coincidimos en cuatro países y en los cuatro conseguimos discutir: Grecia, Francia, Inglaterra y España. Si hubiera venido a aquel viaje adolescente a Lisboa seguro que hubiéramos discutido también.

Años después hicimos las paces y ella dijo "parecíamos novios" en un tono que tenía más de reproche que de nostalgia. Supongo que siempre me he preocupado más de lo que parecen las cosas que de lo que realmente son.

A rose is a rose is a rose is a rose.

Manu Chao sacó un segundo disco, aquel de Paz Gómez coqueteando con la cámara. No estaba mal pero no era tan bueno como el primero. Mi novia de los 90 me dejó y la Chica Langosta se fue a Iowa City -yo la escribía cada día un email con el nombre de una canción- y después a Bruselas. Nunca volvió. Hizo una parada de dos años en Barcelona y llegamos a vernos una tarde en La Central.

Pero, en rigor, no, nunca volvió.

jueves, 9 de junio de 2011

El penalti de Djukic



Cumplía 17 años y para la ocasión hicimos una fiesta en casa de mi madre. Estábamos mi hermana menor y yo y un buen montón de amigos, algunos comunes, porque por entonces compartíamos todos instituto. Además de la música y las caipirinhas había una pantalla de televisión con el partido del Deportivo y el Valencia en grande y en una esquina, pequeñito, el partido del Barcelona. El Depor había ido líder casi toda la temporada por segundo año consecutivo y solo necesitaba ganar en casa a un equipo que no se jugaba nada para ganar el primer título de su historia.

Nos dividíamos entre los aficionados del Barcelona y los del Madrid. Mi mejor amiga, coruñesa, curiosamente iba también con el Barça. Los madridistas, lógicamente, iban con el Deportivo.

Era el SuperDepor de Arsenio Iglesias, ese hombre incomparable. El equipo de los Mauro Silva, Fran, Bebeto, Claudio, Ribera, Liaño, Aldana... no demasiado vistoso pero tremendamente competitivo. Recuerden que estoy hablando de una época en la que no hacía falta ganar 31 partidos de 38 para hacerse con el triunfo sino que la media inglesa -empato fuera y gano en casa- solía darte el campeonato. Aquel equipo consiguió ser el segundo equipo de todos, el problema es que se jugaba el título con mi primero.

Yo me hice del Barcelona por una cuestión estética. Nací y crecí en el barrio de Chamartín y por supuesto mi equipo de pequeño era el Madrid, aquel Madrid de Valdano, Santillana, Juanito y los primeros brotes de la Quinta del Buitre. Se suponía que entre mis obligaciones, además de amar a mi equipo estaba odiar al contrario, pero llegó un momento en el que me resultó imposible: el contrario jugaba demasiado bien. No podía desear que perdiera un equipo así, me suponía una agonía constante que acabé rechazando. En medio de las crisis de Tenerife, justo después del segundo mazazo, me pasé al lado oscuro. Justo entonces el Barcelona empezó a perder 4-0 las finales de Champions y arruinar su plantilla con los Sánchez-Jara e Iván Iglesias de turno.

En fin, eso sería después. Volvamos al momento en Avenida de América en el que Barcelona y Deportivo se siguen jugando la liga. La mitad de la casa con un equipo, la otra mitad con el otro. El Barça ha cumplido los deberes y gana. El Depor sigue empatando a cero, un resultado que se venía haciendo demasiado habitual en las últimas jornadas y que redujo su diferencia de cinco puntos al único punto que separaba ahora mismo a primero y segundo en la clasificación. El Madrid se descolgó a falta de unas siete jornadas, pese a una racha impresionante con Del Bosque en el banquillo, su primera etapa, sustituyendo a Floro como interino.

Conforme se acerca el final, nos olvidamos más de bailar y beber y nos concentramos frente al televisor. Quedan cinco minutos, cuatro, tres, dos... y en una de estas Nando se echa el balón largo dentro del área y un defensor del Valencia le zancadillea. Parece penalti. Es penalti. Nos llevamos las manos a la cara mientras el fondo madridista grita enloquecido. Mi amiga se pone a llorar y se va a la cocina. No quiere verlo. En Riazor la euforia se generaliza: por fin conseguirán lo que se merecen, el sueño del equipo modesto que en tres temporadas ha pasado de Segunda División a lograr la liga.

Debería tirarlo Bebeto pero no se atreve: falló dos recientemente. Podría tirarlo Donato, pero Donato ya no está en el campo. Así que le toca a Djukic, que coloca el balón, toma una larga carrera y respira como si tuviera que meterse todo el estadio en los pulmones. Aquella respiración que no llegaba fue lo que me hizo pensar que lo fallaba. Visto ahora, de nuevo, mil veces repetido, cuando ves a alguien respirar así casi habría que dar gracias por que no se cayera redondo al suelo y el balón al menos llegara a la portería. Era una presión desmedida para un defensa central aunque fuera el defensa central más elegante que he visto en años.

Sí, el balón llegó a la portería, flojo, raso y al centro. González, héroe de un día, se hizo con él fácilmente y soltó el puño al aire como si la liga la hubiera ganado él. Aquello fue innecesario. Hay que aprender de las películas de mafiosos: allí no celebran las muertes, simplemente son parte de su trabajo. Riazor enmudeció, presidente en lágrimas incluido, y Arsenio, en rueda de prensa se limitó a decir con un hilo de voz: "Sabíamos que podía pasar esto, sabíamos que podíamos defraudarles...". Fue terrible. Durante años he lamentado haberme posicionado del lado incorrecto aquel día. Algo dentro de mí me dice que yo debería haber deseado que el Deportivo marcara ese penalti y sus aficionados tuvieran su liga.

No fue así: celebré, salté, grité y besé a mi amiga, vuelta de la cocina ya sin las manos en la cara. Los madridistas se fueron dispersando y cogieron de nuevo sus vasos. La culpabilidad no empezó hasta unos días más tarde, viendo a toda esa gente destrozada mientras el Barça celebraba lo que no era sino un título más dentro de una colección más o menos grande en aquel momento.

Afortunadamente, el destino fue propicio para el Deportivo: el año siguiente ganó la Copa del Rey en Madrid. Una final que se tuvo que jugar en dos días por la mayor granizada que yo recuerdo en mi vida: ganó al Valencia -siempre el Valencia- por dos goles a uno, el último de ellos marcado por Alfredo, que ya le había dado una Copa al Atleti cuatro años antes. En mayo de 2000, también en la última jornada, también frente al Barcelona de Van Gaal, también, creo recordar, que el día de mi cumpleaños, consiguieron su primera liga. La tan esperada liga. Luego caería una Copa y finalmente, un descenso.

Aquel título parecía cerrar un ciclo y supuso un gran alivio para todos, no solo para Djukic, también, sobre todo, para mí.

viernes, 3 de junio de 2011

Jesulín de Ubrique


Uno se convertía en un icono pop cuando los guiñoles le incluían en su programa. Aunque fuera como un tonto que solo sabe decir una frase. Jesulín apareció en los ruedos cuando aún no había cumplido la veintena y batió todos los records de corridas en un año -disculpen la expresión- en una especie de maratón hacia la gloria. Era el torero popular por antonomasia, salido justo al rebufo de El Cordobés hijo y sus intentos de remedar el "salto de la rana" paterno. Toreaba en cualquier plaza, cualquier día, traía loco a los críticos, empeñados en repetir "No es esto, no es esto". En cuanto llegó El Juli respiraron tranquilos.

Jesulín no cosechó sus triunfos ni en Las Ventas ni en la Monumental ni en la Maestranza sino en los platós televisivos, con esa figura desgarbada, sonrisa del pueblo. Jesulín y sus tórridos romances con las mujeres, una cuestión incomprensible. El atractivo del éxito desde abajo, más abajo imposible. Ambiciones y Belén Esteban. Todo empezó ahí. El horror. Jesulín estaba tan seguro de su atractivo que se encerró un día de 1995 en Aranjuez con seis toros y miles de mujeres. Una corrida solo para ellas. Una especie de bukake a la inversa para el ego del de Ubrique, que recogía bragas y sujetadores de la arena como si cantara en Los Pecos.

Como todo torero tuvo tardes mejores y peores. Cogidas. Abucheos. En San Isidro le tenían enfilado siempre y él creía que no se era justo con su trayectoria. Había llevado el toreo al pueblo, decía, mientras los puristas se debatían entre Enrique Ponce y José Tomás o los últimos coletazos de César Rincón. Espartaco, el fenómeno de masas de los 80, no acababa de recuperarse de sus lesiones. Entre Andreítas y Campanarios, Jesulín fue perdiendo la concentración y las ganas. Tenía dinero para ocho vidas, ¿por qué jugarse la primera delante de un morlaco?

Se pasó fugazmente a la canción, todo dentro de la estética Telecinco, festival de Benidorm incluido. Toda, toda, toda, te necesito toda, sin pronunciar las "d", total, para qué. Aquello, afortunadamente, no fue más lejos. Se le atribuyeron romances y una muy buena vida. Empezó a espaciar sus faenas y a anunciar retiradas. Había empezado a los 16 y a los 25 ya no quedaba rastro de motivación. Era lógico. Se cansó de verse en televisión a todas horas y se refugió detrás de su esposa. Viéndolo desde la distancia, nadie puede negarle que hizo lo que debía.