viernes, 27 de mayo de 2011

Mystic - Ritmo de la noche



En las discotecas de Palma de Mallorca los chicos cogíamos a las chicas por la cintura y ellas nos ponían las manos en los hombros. Lo habíamos visto en mil películas. Empezaban los 90 y algo nos pedía dejar a Xuxa y Emilio Aragón a un rincón, para adentrarnos en la música de los mayores. Parecía divertido. Jugábamos a ser lo que no éramos y robábamos botellitas de minibar para mezclarlas con Coca-Cola cuando los profesores no miraban. Veníamos del "Acid Mix", del principio de algo que se hacía llamar "house", de frikadas rollo Enigma y canciones puro pop de Technotronic.

Eso es lo que pasaba al otro lado de Rick Astley.

Mi canción favorita de la época, la que parecía anunciarme lo que sería mi vida de adolescente y más allá era "Bahía" de un grupo que se llamaba ASAP. Era verano y todo ese rollo ibicenco, balear, mediterráneo nos parecía la promesa de los próximos veranos: los de los 16, los 17, los 18. Chicas medio drogadas contoneándose delante de nosotros, noches de amor en las playas. Canciones sudorosas y de traje de tela blanco.

Uuuuuuu.... bahía.... canciones de tripi y sonido de olas al fondo.

En Mallorca aún no había demasiado de eso. Era el año de Sergio Dalma y bailábamos la banda sonora de Twin Peaks y el "Wicked game" de Chris Isaak. A mí me gustaban dos chicas y nunca me preocupé en averiguar si yo le gustaba a alguna de las dos. Mis amigos ligaban con un grupo de gaditanas. El profesor de gimnasia nos pasaba el alcohol que necesitábamos, los relaciones públicas se nos echaban encima en las playas, flirteábamos con el "balconing" incluso en esos tiempos y visitamos cuevas con luces. El Estudiantes perdió una semifinal después de dos prórrogas.

La canción que sobrevivió a aquel ataque repentino de sensualidad y entusiasmo afrodisiaco fue "Ritmo de la noche", de Mystic que era la típica canción-mantra: una frase repetida mil veces y en medio muy pocas notas subiendo y bajando para que pudieras dejarte llevar, sin más. La canción más tonta del mundo. Dejarse llevar y follar mucho. Todas las canciones hablaban de follar y nosotros, incapaces de llevarnos un mal beso. Así fue nuestra vida durante aquel verano de 1991 y lo siguió siendo durante una cantidad obscena de veranos.

viernes, 20 de mayo de 2011

Episodio I. La amenaza fantasma


Vivía en casa de mi novia de los 90. Era verano. Ella trabajaba en un diario que ya no existe y yo pasaba el día en su cuarto, leyendo. Era una de esas rachas en las que no estás muy seguro de si la otra persona te quiere, así que decidí darle una sorpresa al llegar a casa. Teníamos 21 años y éramos adorables. Limpié la casa de arriba abajo y compré dos entradas para el estreno de "Episodio I" en el cine de debajo de su casa. Le hizo una ilusión enorme o al menos eso parecía. Si no fue por las entradas, al menos sería por la limpieza.

Llevaban anunciando la película durante meses, con carteles en las marquesinas presentando a los personajes. Yo tenía particular curiosidad por Natalie Portman. No tiene ningún mérito, de acuerdo. El resto no me llamaba mucho la atención, era algo así como un sacrilegio, como abrir tumbas: crecí viendo Star Wars. La única película que, por edad, pude ver en el cine fue "El retorno del Jedi". Durante años, para mí, la trilogía era Jabba The Hut y un montón de gente prescindible. Luego llegó el VHS y mi perspectiva cambió.

No existe otra obra de arte con un calado social más extenso que La Guerra de las Galaxias. Recordemos que se trata de una saga que empezó hace 36 años y que sigue protagonizando anuncios. Se transmite generación tras generación y de alguna manera todos lo vivimos como algo nuestro. El problema era que en el Cine Victoria no había ningún Darth Vader ni ningún Han Solo. Todo el mundo era tan bueno, se preocupaban tanto por el futuro, la reina Amidala estaba tan guapa cuando hacía de Padme y viceversa, Ewan McGregor, tan voluntarioso; Liam Neeson, tan sabio... por no hablar de ese engendro llamado Jar Jar Binks.

¿Dónde estaba la socarronería de Harrison Ford? ¿Dónde estaba la mala leche de Chewbacca? ¿Qué habían hecho de la maldad inteligente de Darth Vader? Nada, ahí solo había una lucha del bien contra el mal, en la que todos empataban hasta la siguiente película y así sucesivamente. Nada de tragedias griegas -"Luke, yo soy tu padre"- ni de coqueteos incestuosos. Corrección política.

No voy a decir que no la disfrutara. Había mucho en juego. Invitas a tu novia al cine para que te siga queriendo y luego no vas a salir diciendo que la película es una mierda. Un poco de sentido común. Mi novia de los 90 y yo compartimos una sonrisa y obviamos el tema y luego nos lanzamos a diseccionar lo que ya sabíamos: las tres películas de nuestra infancia. Fue un momento muy Jeffrey Brown ahora que lo pienso. Todo lo demás me pilló demasiado viejo para aprenderme una nueva nomenclatura: los siths y todo ese rollo, Yoda en 3D pegando saltos acrobáticos...

Por las noches, jugábamos a las damas chinas -ganaba ella- y al Trivial -ganaba yo-. Salíamos a la terraza en verano a ver más edificios como el nuestro. Ella fumaba bastante. Yo la quería mucho. Inventamos un juego pedante que consistía en dar pistas que llevaran a una solución. Por ejemplo: Un grupo español de los 80 tiene una canción con el mismo nombre que la protagonista de un poema de un autor norteamericano del siglo XIX. En ese poema se inspira el principio de una obra clave de la literatura del siglo XX, de la que se han hecho dos versiones conocidas para el cine. ¿Cuál es el protagonista de la última de ellas?

Y así, tan estupendos, compartíamos palomitas y Magnums de chocolate hasta que al final decidimos que lo mejor sería echarnos de menos para siempre.

lunes, 9 de mayo de 2011

Sergi Bruguera


Antes de Nadal hubo un Ferrero, igual que antes de Ferrero estuvieron Moyà, Corretja o Albert Costa y antes de ellos un tal Sergi Bruguera.

Bruguera empezó su carrera a la sombra de Emilio Sánchez-Vicario. Visto desde ahora puede que el palmarés de Emilio no sea especialmente lustroso -creo que no jugó ni una semifinal de un grande-, pero en los 80 era un oasis, nuestra única esperanza en todos los sentidos: llegó a jugar un Masters, competía excepcionalmente en la Copa Davis y su pareja de dobles junto a Sergio Casal  consiguió la plata olímpica si no me equivoco.

Incluso Dinamic sacó un juego con su nombre, igual que hizo con Fernando Martín, Butragueño o Perico Delgado, ídolos de la época.

Bruguera era distinto. De entrada, menos visceral y con esa sensación de no importarle mucho el juego que daba su cuerpo desgarbado y un gesto con los dientes como de continuo hartazgo. A principios de los 90 empezaron los buenos resultados y los recelos: se dice que el clan Sánchez-Vicario con el entrenador Pato Álvarez a la cabeza no podía con él y la convivencia era difícil en la Davis, todo pasión y entrega. Sergi tenía ese punto de chico solitario que tendrá que buscarse la vida él solo, especialmente después de su decepcionante paso por los Juegos Olímpicos de Barcelona, donde apenas superó la primera ronda en su superficie favorita, la tierra batida, mientras Jordi Arrese lograba una plata impresionante.

Todo cambió en un año. Recuerdo un artículo en El País en el que el propio Sánchez Vicario aseguraba que no había ningún tenista español capaz de llegar a cuartos de final de un Grand Slam. Se equivocaba. Sergi venía de ganar Montecarlo y se plantó en quinta ronda ante Pete Sampras, por entonces flamante número uno del mundo. Le superó en cuatro sets, cediendo el primero de todo el torneo. En semifinales esperaba Medvedev. Nadie se acordará ahora de Medvedev pero por entonces era el futuro de la tierra batida: adolescente, engreído, al borde del Top 10 y que venía de eliminar a Edberg en cuartos.

Le duró seis juegos, exactamente: 6-0, 6-2 y 6-4.

En la final esperaba Jim Courier. Mucha tela. Courier ya no era el número uno del mundo pero había ganado Roland Garros los dos años anteriores con cierta suficiencia. Un portento físico con una derecha espectacular, capaz de aguantar horas y horas corriendo detrás de la bola. Enfrente, el enclenque catalán, a sus 22 años recién cumplidos. La final se jugó el mismo día que la Etapa Reina del Giro en la que Induráin sentenciaba su segundo triunfo. Nadie lo tituló "la edad de oro del deporte español" pero se aproximaba.

Volvamos a París: Bruguera gana la primera manga, se desfonda en la segunda, recupera en la tercera, vuelve a venirse abajo en la cuarta. Queda todo para un quinto set en el que parece inconcebible que no se imponga la veteranía y el físico de Courier... pero no, no se impone. Bruguera vence 6-3 y se tira al suelo, restregándose y llorando como un niño. Hacía 17 años, desde Manuel Orantes, que ningún español ganaba un torneo del Grand Slam. En los 17 siguientes han caído trece, pero esa es otra historia.

Bruguera se convirtió en un ídolo y su pique con Vicario quedó en una broma, claro. Emilio rozaba la retirada y Sergi todavía repetiría título al año siguiente, aunque Induráin se retorciera en el Mortirolo y la selección volviera a quedarse en cuartos de final. En aquella ocasión eliminó de nuevo a Medvedev y a Courier para derrotar en la final a Alberto Berasategui y su derecha con la empuñadura cambiada. Uno no es un friki de los 90 sin acordarse de la derecha de Berasategui, lo digo desde ya.

Con 23 años y dos Grand Slams, el futuro de Bruguera prometía de todo, coqueteando incluso con unos octavos de Wimbledon cuando los españoles la hierba ni la pisaban. Sin embargo, llegaron las lesiones, sobre todo en la espalda. Todavía tuvo tiempo de llegar a la final olímpica de 1996, en la que fue arrollado por el ciclotímico Agassi y a la final de Roland Garros 97 donde se invirtieron los roles del 93 y un desconocido Gustavo Kuerten le barrió en tres mangas.

Siempre fue competitivo, aunque desde aquel 1997 no pasara de segunda ronda de un Grand Slam y solo jugara una final del circuito (San Marino, 2000). De vez en cuando iba al Challenger de El Espinar y daba una lección de clase. Bruguera era un estilista al que el físico no le ayudaba, pero que tenía un revés a dos manos y un passing de derecha envidiables. Cuando se retiró, el tenis español ya tenía diez jugadores entre los 50 primeros y Roland Garros era un paseo con marcha militar al final.

Probablemente, eso hubiera pasado con él o sin él, pero el caso es que él fue el primero, y mi jugador favorito de la década, sin duda. Ahora, alterna el póker con las exhibiciones de tenis. Uno se lo puede imaginar enseñando los dientes cada vez que se marca un farol, lo gane o lo pierda.